Cuenta la leyenda que en un pasado remoto, la luz y la oscuridad se sumieron en una batalla por conseguir el firmamento.
La oscuridad reclutó rápidamente a los agujeros negros, capaces de borrar todo recuerdo, todo atisbo de la vida que la luz abría a su paso.
Las incombustibles estrellas fueron los arcángeles de la luz. Las primeras en la línea de batalla. Imponentes y poderosas ante el vacío que los agujeros creaban a su paso.
Se dio cuenta entonces la oscuridad, que nunca podría ganar ante el brillo de los deslumbrantes astros. Y buscó allí dónde la luz se apagaba. Porque la oscuridad sabía que la penumbra esconde aquello que la luz hace visible.
Y en esa penumbra encontró la envidia de los fríos y pequeños planetas, codiciosos por resplandecer con la misma belleza que las estrellas. Sintiéndose relegados siempre a un segundo plano. Viéndose obligados a girar entorno a ellas, sin poder elegir su propio camino. Siempre acompañando su estela. Pero sin luz propia.
No pensaron que las estrellas no podían evitar brillar, pues su fulgor era la razón de su propia existencia. Tan rutilantes como bellas, hasta la negra oscuridad tenía que postrarse ante ellas. Pero eso no gustaba al resto de astros que, consumidos por la rivalidad, las observaban con profundo resentimiento.
Ellos querían ser contemplados, iluminando la noche como luceros distantes. Querían ser tan bellos como ellas. Incluso más bellos que ellas. Sabían que podían eclipsar su luz a su paso. Y que la distancia engaña. Y si no te fijas bien, la lejanía esconde en la profundidad del firmamento, el origen de la luz.
Y en esa lucha entre la oscuridad y la luz, los fríos planetas, movidos por los celos, decidieron cambiar su curso. Decidieron, como dijo la oscuridad, robar toda la luz que pudieran para ser venerados como ellos merecían. Creyendo que el reconocimiento de una luz que no les pertenecía, les transformaría en hermosas luminarias dignas de ser admiradas.
La vanidad no les permitía ver que solo resplandecían porque tenían una estrella a su lado. Que se puede robar luz, pero solo las estrellas nacen para crearla. Que puedes eclipsar una estrella pero, incluso en ese momento, su aura irradia aún más hermosa y poderosa. Que solo una estrella brilla durante toda su existencia y aunque seas capaz de reflejar su luz, siempre habrá un momento en el que te apagues como la llama de una vela.
Poca gente sabe que esa batalla aún continua, dentro de todos nosotros, pues somos parte del firmamento. Sigue la lucha entre la luz y la oscuridad. Entre los que tienen luz propia, como pequeñas luciérnagas, y los que solo brillan gracias a la luz de una estrella.
Y aquellos que no tienen luz, siguen intentando ensombrecer el esplendor de las estrellas, distrayendo la atención de quienes los contemplan, con su astuto disfraz.
Hay quien dice que, si estás muy atento, puedes reconocer a una estrella eclipsada. Siempre tendrá al lado a una oscura sombra. Siempre siguiendo su paso. Siempre copiando su movimiento. Siempre girando a su alrededor. Procurará, para saciar la vanidad de su apático parecer, ocupar el espacio del centelleante astro, en un intento vano de llevarse parte de su esplendor.
Pero, si te fijas bien, podrás ver la corona de la radiante estrella sobresaliendo majestuosa como un sol naciente tras el ladrón de luz.
Porque el firmamento sabe una cosa que desconoce la oscuridad.
Que la luz, al igual que los espejos, siempre devuelve como reflejo lo que cada uno es.
Y aunque lo pretendan ocultar, siempre se podrá ver el brillo de una luciérnaga en la oscuridad.
……….
Nota para los que «viven de prestado»;
Hablar de moral, ética, el bien o el mal, deja de tener sentido cuando la parte más oscura del ser humano, destruye lo que más amas. Es en ese mismo momento, cuando se pone a prueba quién eres. Qué vas a hacer. Cómo vas a responder.
Porque, cuando miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada. Y te das cuenta, de que todos tenemos un monstruo en nuestro interior.
¿Qué es el mal, entonces? Tensión de contrarios…inherente al ser humano…seres imperfectos…Quién sabe…Lo que sí sabemos es que el mal lo sustenta la indiferencia. Es la maldad silenciosa. Los que miran hacia otro lado. Los neutros a los que Dante tenía reservado el lugar más caliente del infierno. Los tibios que el Apocalipsis vomitará por su boca. Los que según Ayn Rand, «viven de prestado» y aceptan cualquier cosa excepto al «hombre solo».
Pero saber que el mal existe o su procedencia, no importa. Porque el mal no se trata. El mal se lucha. Y la primera batalla, es interior. La que nos mina por dentro y hace que desaparezca la confianza. Y poco a poco se nutre, como un parásito, de la fuerza y coraje que nos resta.
Hasta que solo quedas reducido a una sombra.
A todos nos llega un día, en el que nos miramos al espejo, y solo vemos una sombra de lo que éramos. Y a todos nos deberían recordar cómo volver a brillar. Levantarnos, erguirnos, luchar… mantener nuestro juicio independiente, ante los que «viven de prestado». Ser diferentes y reivindicar que eso es bueno. Que somos únicos y singulares, cada uno de nosotros, porque así nos creo el universo. Y que justo «ese» es el origen de nuestra fuerza.
Yo decidí hacer honor a ese regalo. Lo recuerdo cada día, cuando el sol se apaga y llega la noche.
Este cuento es mi tributo.
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