En el año 1850, en el cantón italiano Tessino, Suiza,  vivía una familia de apellido Lucchini. Mientras tanto Argentina, extremo sur de América, había abierto las puertas a la inmigración, con el lema de Alberdi: “gobernar es poblar”.

Azurra Lucchini en el vientre de su madre, partió en un buque desde su lugar de origen hacia la Argentina. Había transcurrido la mitad del recorrido del extenso viaje, cuando su madre dio a luz a la niña. Su nacimiento fue  el nueve de setiembre de mil ochocientos noventa y ocho, según apuntó el capitán del barco, con nacionalidad italiana, Su padre había fallecido de una enfermedad desconocida.

Cuando llegaron, por referencias de otros inmigrantes, se alojaron en una pensión, «Doña Eulalia», se llamaba. Allí Azurra  fue creciendo, mientras su  madre trabajaba de partera, oficio que había aprendido en su pueblo y se desempeñaba bien. Cuando no le pagaban con dinero lo hacían con comidas caseras que consideraba una bendición.

Un día, fue asistir un nacimiento y conoció a un hombre que no le fue indiferente. Sin mucho pensarlo se casó con él, quería un padre para su hija. Al poco tiempo nació una hija, que llamaron Juana.

Azurra iba a cumplir doce años, era una niña de tez muy blanca, bella de rostro y cuerpo proporcionado, llamativa a los ojos de los hombres. En esa época se acostumbraba que el interesado en pedir la mano de una hija, visite al padre y le ofrezca una parte de su patrimonio. En una oportunidad, se presentó un candidato. Don Juan, el padrastro de Azurra, le pidió a su mujer, Doña Annetta, que llamara a su hijastra. La niña lloraba desconsoladamente.  Le pidió a su madre con ahogos y desesperación que no quería que la llevara ese individuo de aspecto osco y agresivo.

Así fue que Annetta habló con Don Juan,  y este accedió, pero le advirtió: “Esta vez pasa, pero la próxima se tiene que ir”. Él solo quería a su hija y despreciaba a su hijastra.

Pasaron dos años, vino otro interesado en ella y esta vez no pudo escapar. Al poco tiempo se casó con Rafaello Di Biassi, dueño de una peluquería masculina, aficionado a la guitarra y la parranda con amigos. Tuvieron seis hijos. Azurra, cada vez que llegaba uno de sus partos, estaba sola. Su marido venía a la casa y nunca le daba dinero, solo le decía: “¿Usted comió? Porque yo comí con mis amigos»

Crió sus hijos con la ayuda de su madre. Le llevaba alimentos. Al tiempo que crecieron, le ofreció ser su asistente en los partos. Así comenzó a ganarse un sustento para seguir. Su marido pasaba días que no aparecía.

Su madre le aconsejó: «Entregá a tus hijas mayores en adopción»  

Azurra no quería, pero su madre la convenció fácilmente. Además no veía otra salida. Sus hijas  fueron al campo  a vivir con un matrimonio, cuidadores de una estancia. Las otras dos hijas se casaron jóvenes. Los dos varones: Rafaello y Robertino, el primero tenía una gran voz,  tenor. Habían venido hacerles propuestas para cantar en radio . Pero su trabajo lo absorbía. Una  fábrica de sombreros, sus dueños, un matrimonio interesante, sobre todo ella que lo seducía, y él se sentía atraído por ella.  Su marido falleció a los dos años. La señora  le llevaba a Rafaello más de quince años, lo puso al frente de la fábrica y luego se casó con él. Nunca más volvió a ver a su madre y hermanos, esa fue su condición. Azurra sufría en silencio la ausencia de sus hijos. El rumbo de Robertino fue trabajar en una empresa de pintura, la familia que lo recibió le tomaron mucho cariño. Lo pasaba bien, viajaban a otros lugares para realizar las tareas. Pasado el tiempo, conoció a una joven, se casó y tuvieron dos hijas.

Un día le notificaron que Rafaello Di Biasi había fallecido. Su semblante fue impenetrable. Sus hijos nunca se interesaron,  no habían tenido relación con él. Se mantuvieron distantes hasta de su madre, debido a esa suerte de desapego que produce el desarraigo, una crianza sufrida y como decía Azurra: “La vida del inmigrante es muy dolorosa”

Su madre le hizo ver a un hombre interesante, que la miraba y estaba a cargo de construcciones en el mismo barrio. Azurra se enamoró de Don Enrrico Navolio, así se llamaba. Era un hombre agradable y educado.

Don Enrrico era oriundo de Génova, Italia, había venido en la época de la mayor inmigración italiana, vivió en Santa Fe, y al crecer viajó a Buenos Aires. Eligió para vivir el barrio de Caballito, ese era su lugar, se casó tenía cuatro hijas y una buena vida.

Azurra, muy entusiasmada esperaba el momento que Don Enrrico le ofreciera matrimonio,  pero él siempre tenía una excusa, un viaje, el trabajo…Le decía: “Llegará ese día”. Ella creía en él y se entregó, tuvo dos hijos, la primera Matilde y al  año  un varón, Agustino.

Los niños se fueron criando con poca presencia paterna, pero cuando él venía era un hombre  exigente. Matilde  quería aprender piano,  la llevó a un profesor y se quedó escuchando por la ventana en la vereda, tocó el timbre y le dijo: “me la llevo, no sirve para el piano”. La jovencita lloraba sin que a él le importara. Fue le compró una máquina de coser y le dijo: “Esto es lo suyo”.

A Agustino se lo llevó a la obra con él y lo hacía trabajar de peón. Le gustaba que fuera  aplicado. Estaba orgulloso de él, pero nunca lo reconocía, lo hacía trabajar más que a los otros, sin considerar que era un chico de once años.

Azurra salió al patio, miró el cielo y abrazó a su nieta, diciendo en voz muy alta: “¡Qué historia la de los inmigrantes! Tal vez en mi pueblo de la Italia,  hubiera sido diferente. Hoy añoro aquellos sueños  de niña que me hacían feliz”

Se escuchó una vocecita, que dijo:

–Nona no entiendo lo que dice, pero la amo tanto,  nunca más se sentirá sola.

Oh mia bella principessa è il sole che illumina i miei giorni 

–Le respondió Azurra con lágrimas en sus ojos.

Ana Navone Llera

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