Nací en el año de 1980, soy originario de Tepoztlán, Morelos, México, un pueblo al sur de la ciudad de México.
Me fui de mi pueblo buscando el sueño americano a los veinte años. Esto fue lo que paso cuando crucé ilegalmente a los Estados Unidos caminando por el desierto. El lugar por donde crucé fue, Naco, Sonora, Mexico
Cuando estábamos caminado por el desierto, el coyote gritó –¡Escondanse cabrones! –Corrimos a escondernos debajo de unos arbustos, el coyote de vez en cuando salía a asomarse para ver que ninguna migra anduviera cerca. Mientras nosotros no preguntábamos qué iba a pasar, el con voz fuerte dijo –¡Cállense, alguien nos puede escuchar!
El camino era pura subida. A lo lejos parecía estar una mina de grava roja, a un lado, un pueblo a donde llegaríamos, eso dijo el Coyote. Parecía estar cerca pero ya habían pasado dos horas y no llegábamos; de pronto se escuchó el ruido de un motor, el coyote volvió a gritar –¡Escóndanse cabrones, es el boludo! así le llamaban al helicóptero.
Todos corrimos en diferentes direcciones. El ruido provenía de las hélices de un helicóptero. Yo estaba escondido bajo un arbusto con las piernas temblando, sentía que me faltaba el aire, sentía el pecho apretado; el helicóptero se escuchaba cada vez más cerca. A unos metros frente a mi estaba escondida Reina y su hijo Jesús; me miraban con miedo, con ojos de preocupación, los dos se abrazaban fuerte, trataban de meter la cabeza entre sus piernas para no ver qué más pasaría. Segundos más tarde el helicóptero ya estaba sobre nuestras cabezas, volaba tan bajo que podía ver al piloto, suponía que él también nos podía ver, se detuvo por encima de nosotros durante diez minutos, de pronto llegaron unas personas uniformadas de color verde, eran los agentes de migración. Me dio mucho miedo verlos venir hacia nosotros, sobre todo porque venían con armas.
Dijeron que estábamos detenidos por intentar pasar a su país de manera ilegal, preguntaron que si llevábamos armas o drogas; qué quien era nuestro Coyote; el que íbamos solos. Nos preguntaron nuestros nombres, que si todos estábamos bien; después de eso nos llevaron a sus camionetas, eran blancas con rayas verdes, a los lados decía” borderpatrol”, no sabía a dónde nos llevarían.
Dentro de la camioneta Carlos me dijo –no te preocupes, todo estará bien –Después de media hora la camioneta se detuvo, cuando bajamos ya estábamos en las oficinas de migración, unas personas revisaron nuestro estado de salud, allí me enteré de que Reina iba embarazada. Nos dieron una manzana, un sándwich, después nos llevaron adentro, nos encerraron en unas celdas, los hombres separados de las mujeres. Adentro ya había muchas personas, todo era silencio, nadie cruzaba palabra alguna, sólo nos mirábamos los unos a los otros.
Me llamó la atención un viejito que se estaba arrinconado en una esquina, me acerqué y le pregunté su nombre, se llamaba Joaquín, ambos detenidos por tratar de cruzar la frontera a Estados Unidos, Joaquín aparentaba setenta años, en sus brazos sostenía a Julián, su nieto de tan solo un año de edad, lo mecía porque el niño no paraba de llorar, a pesar de las malas condiciones en que nos encontrábamos en esa celda, al él parecía no importarle, toda su a atención la dedicaba a su nieto. Hacía mucho frío, Joaquín vestía una camisa de manga larga, pantalones, huaraches y, sin embargo, parecía un árbol de roble ya viejo pero muy fuerte, que no se caería ante ninguna circunstancia con tal de mantener a salvo a su nieto. En la celda de al lado estaba su hija Victoria, esperaba que nos soltaran para poder reunirse con su hijo y con su papá.Ellos venían de Michoacán; un día Fernando, el esposo de Victoria, que se encontraba trabajando en Estados Unidos, la llamó para pedirle que se reuniera con él, deseaba poder tener nuevamente a su familia,a quien extrañaba mucho, y hacía varios años que no los veía. Cuando Victoria le dijo a su papá que se quería ir de ilegal para reunirse con su esposo, Joaquín dijo que no le permitiría irse sola y mucho menos con su nieto.
A Joaquín lo conocí parado en una esquina de una celda de migración, con su nieto en brazos. Era una noche de noviembre del año dos mil, su piel y manos eran gruesas como las de un campesino, se veía muy cansado, pero en su mirada reflejaba mucho valor, mucha fuerza. Estoy completamente seguro que llevaría a su hija y a su nieto sanos y salvos a Estados Unidos.
Después de un par de horas escuché mi nombre. El agente de emigración me llevó a una oficina, me tomó fotos y huellas, preguntó para que iba yo a Estados Unidos, a qué Estado; que si alguien de mi familia me estaba esperando. Conteste que no iba a ningún lugar específico, que no tenía conocidos, solo quería ir a trabajar para poder ayudar a mi familia.
Después de hacerme todas esas preguntas, me llevó por un pasillo donde al final estaba una pared llena de fotografías y anuncios, eran de mucha gente muerta que habían perdido la vida tratando de cruzar la frontera, desde niños, hasta viejos. Algunos estaban tirados en el desierto, otros flotando en el río; eran fotografías impactantes, sentí tristeza, no quise ver todas así que mejor agaché la cabeza. El agente me decía que por todo eso no debía intentar cruzar, que mejor regresara con mi familia. Me dijo que no debía confiar en ningún Coyote, porque eran personas malas, que mi vida en manos de alguien que no conocía y que no le gustaría ver un día mi foto colgando de esa pared. Cuando termino de hablar, me regreso a la celda. Todos los detenidos regresaban llorando, diciendo que mejor regresarían con sus familias a su pueblo. Por mi parte, yo estaba dispuesto a llegar.
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