La nuestra, era una vida sencilla, sin grandes lujos, pero también sin grandes miserias. Teníamos suerte de poder seguir con nuestra vida de siempre mientras que los jóvenes de nuestro país nos defendían en el frente francés. Otros compartían con nosotros su ritmo de vida, no obstante, sus posesiones mas preciadas que probablemente se limitasen a un puñado de tierra habían sido arrasadas.

Lo primero que Thomas hacía tras dirigirse a la cocina para desayunar era comprobar la fecha en la que se encontraban. Se estaban debatiendo importantes acontecimientos y él no estaba dispuesto a dejar correr la historia delante de sus narices como si de un pasmarote se hubiera adueñado su cuerpo. Todo el mundo de su alrededor pensaba que sería una guerra corta sin muchas bajas y que pronto las cosas se solucionarían. Sin embargo, Maud y Thomas discrepaban al respecto. El asesinato del archiduque Francisco Fernando no había sido gratuito.

Maud puso el mantel y ambos se sentaron para comer algo antes de marchar al trabajo. La taza de té de Maud estaba fría. La taza de café de Thomas estaba caliente. Oscuro e intenso ante claro e insípido. Frio contra caliente. Sus ojos se miraron. Ellos eran los encargados de levantar el país, y lo sabían. Se habían convertido en una especie de héroes de su país, ya que siendo de una forma u otra, Inglaterra en estos momentos solo estaba habitada por niños, ancianos y mujeres, a los que debían dar de comer con su trabajo.

Pausadamente, Thomas depositó su taza sobre el fregadero y se dirigió hacia la puerta de la casa.

-Te espero en la entrada, voy a fumar.- anunció.

Maud asintió con una frágil sonrisa de cristal con una alta probabilidad de fractura. Su mundo se tambaleaba y ella lo sabía.

Después de que Thomas dejara un ligero rastro de ceniza por el suelo de gravilla, ambos se dirigieron al campo. Caminaron abrazados, arropados, un buen trecho hasta llegar.

-Es la hora, cariño, hay que seguir adelante.- determinó el anciano labrador.

Maud secó las ondas que surgían en las profundidades de sus ojos color lago. Su único hijo, Matthew, había partido la tarde anterior al frente. Fue una dura separación la de ver como su hijo partía con la incertidumbre de no saber si le volverán a ver vivo.
Su madre le había metido en el petate unos cuantos sándwiches de pavo y queso con una botella de gaseosa, lo que le daba para comprar con un tercio de su cartilla de racionamiento. Sabía que el frente suponía una vida dura y arriesgada, pero le tranquilazaba saber que al menos se alimentaria bien.

Marido y mujer cogieron sus aperos y se pusieron a labrar el campo. Al poco tiempo, hizo su aparición en la escena un joven de iluminados ojos color caoba vestido con unos pantalones algo desgastados. Era Charlie Brown, el hijo de Sarah, la panadera del pueblo. El anciano matrimonio, ante la partida de su único hijo, había avisado a Charlie para que viniera a ayudarles en el campo con las labores.

-Buenos días, señora Parks. Buenos días, señor Parks. ¡Qué buena mañana hace hoy! Así dan hasta ganas de trabajar.

– Tu impuntualidad no dice lo mismo, muchacho.- espetó Thomas.

El chico se quedó pasamado de un momento a otro.
Maud miró a su marido con cara de «hoy cenas fiambre».

– Mmm… Lo siento chico, no pretendía ser tan arisco.- rectificó Thomas. -Mira, en cuanto te enganche el arado, podrás coger el tractor e irte a arar aquel trecho de allí. Mientras tanto, ¿por qué no ayudas a Maud a recoger los huevos de las gallinas?

Dicho esto y con el trabajo distribuido, cada uno se fue por su lado.

– Dale tiempo, aun estamos algo afligidos por lo de Matthew, no se lo tengas en cuenta.- disculpó Maud a su marido.

-Lo entiendo perfectamente, mi padre volvió la semana pasada del frente por una herida que le hicieron en el frente. Le explotó una granada cerca del pecho, casi no lo cuenta. Mi madre dice que se pondrá bien, yo no lo tengo tan seguro. Está en cama y respira con dificultad.

-No tenia ni idea, lo siento mucho Charlie, de verás. Tu padre era muy buen amigo de mi hermana Susan, espero que se recupere. Llévale a tu madre la mitad de los huevos que recojamos hoy.

– Muchas gracias señora Parks, es usted muy amable.

De esta manera fueron pasando los días. Las noticias sobre Matthew cada vez eran mas escasas y el estado de salud del padre de Charlie era mas precario. Sin embargo, la señora Brown se encargaba de aislarle en la burbuja del trabajo diario. Semana tras semana, mandaba antes al campo a su hijo, lo cual alegraba mucho al señor Parks.

Un día la señora Parks se acercó al trabajo a recoger a su hijo. Cuando Maud la vio aparecer por allí, la miró a los ojos y comprendió enseguida que había ocurrido.

– Sarah, yo…

La señora Brown recostó rápidamente su cabeza sobre su hombro.

– Ya está, Maud, ya está hecho.

– Oh, Sarah, no sabes cuanto lo siento, era un buen hombre. ¿ Quieres que se lo diga yo a Charlie?

-No, esto es algo que preferiría decirle en la intimidad. Mándamele hoy antes a casa por favor, se lo diré yo misma.

-Por supuesto.

La guerra, tan devastadora, tan agotadora, arrasa con todo lo que pilla por su paso, incluso con los campos, aunque ellos habían tenido la suerte de conservar su pequeño mundo rural, que les apartaba del mundo a veces tan cruel, a veces tan inmundo. Era su burbuja espacial. Cuando trabajaban se olvidaban de lo que ocurría al otro lado del canal y a veces, aunque parezca algo duro, se olvidaban de su propio hijo. Allí eran felices. De pronto, entre el viejo roble de la granja y el tractor apareció un joven corpulento y agotado. Era Matthew, la guerra había acabado.

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