Migrar… 40 centímetros de viaje

Migrar… 40 centímetros de viaje

Juan Conde

18/04/2020

Migrar… más que viajar.

Atardecer de cielo rojizo desde mi sillón, de esos que se pliegan, debajo de un sauce en el patio de mi casa en esta pequeña Aldea entrerriana. Sin duda el suceso de hace un par de días me llevaron hasta lo que voy a contar a continuación. Es que el éxodo más largo de mi vida, a los cincuenta, que es mi edad, está por iniciar y no tengo ningún mapa. Tal vez estaba buscando inconscientemente un punto de partida, y encontré esto:

Era muy chiquito. Tanto que mi recuerdo se construyó de relatos. Dos años, un tren, doscientos ochenta kilómetros (en aquella época donde los kilómetros eran mucho más largos) y una tía. MI tía María. Ese fue mi primer viaje lejos del hogar. Siete días en casa de mis tíos hasta que llegaron mis padres a buscarme.

Ya con algunos años más toda la familia nos fuimos a vivir a Gral. Rodriguez, una localidad más cercana al trabajo de mi padre. Una vivienda sencilla, un lugar de muchos terrenos baldíos. Una vida de economía ajustada. Tenía un pozo con agua donde vivía nuestra tortuga “Cleopatra” con caparazón oscuro y cuello muy arrugado. También teníamos un gallinero donde criábamos pollos “doble pechuga”, porque yo no comía carne de vaca y me gustaba el pollo. Tenía seis años y concurría a la esc. Gral. San Martín. Había muchos chicos, pero mi mente solo registra dos: Martín, con quién jugábamos mucho en los recreos y nos sentábamos juntos; y Gabrielita, mi novia. Ella no sabía que éramos novios pero para mi cumpleaños me dio un beso en la mejilla. Cuando me fui de aquel lugar solo recuerdo una sensación rara en el pecho y la falta de ganas de comer pollo que eso me producía.

Volvimos a 9 de Julio, ciudad de la provincia de Buenos Aires, en Argentina. Ahí fue muy corta la estadía y nos cambiamos (toda la familia nuevamente) a unos cuarenta kilómetros, hasta un pueblo llamado Dudignac en honor a quién donó parte de su campo para fundar el caserío, allá por el mil ochocientos. Aquí llegué para el cuarto grado. Como era nuevo y la incorporación fue después de empezar el año lectivo me pusieron en el grado “B”. Era un tiempo donde se separaba a los alumnos “por más rápidos” y “más lerdos” para el aprendizaje. También coincidía que los más pobres iban al “B”. Al poco tiempo me pasaron al “A”… por aprender rápido. Aquí transcurrí lo que me quedaba de niñez, y la adolescencia temprana. Me adapté y adopté más o menos bien al grupo de escuela y amigos de barrio. Usando mucho de mi bondad, buenos modales, carisma y algunas que otras piñas.

Después de la etapa de escuela primaria migré, pero solo yo y por cinco días a la semana, a una escuela técnica con régimen de internado, o pupilaje, nuevamente a la ciudad de 9 de Julio. Llegué un domingo a la noche. Mis padres me dejaron con Julio “El Zorro”, el preceptor. Le decían (y después le DECÍAMOS el zorro porque era muy astuto para detectar todas nuestras travesuras y fechorías… Cerca de noventa varoncitos en edades desde los trece a los dieciséis años. Los mayores ya no podían dormir en el internado.) Quedé parado en aquella especie de galería con dos bolsos más una mezcla de desamparo, tristeza, ansiedad y alguna otra cosita por ahí. Mis viejos volvieron con un nudo de angustia en la garganta hasta nuestra casa. No sufrieron tanto ni cuando me mandaron con mi tía. Fueron seis años de secundaria con mucha vida, hormonas, sentimientos, y etcéteras varios.

Terminada mi formación de Técnico Mecánico Nacional, partí hacia un nuevo destino: Entre Ríos. Más precisamente la localidad de Oro Verde. El objetivo: estudiar Bioingeniería. Estamos hablando que llegué a suelo entrerriano a mis tiernos diecinueve años. Aquí también tuve un par de migraciones. De Oro Verde a Paraná, de Paraná a Aldea Spatzenkutter. Claro, estos cambios se debieron a búsqueda de mejores horizontes laborales, formación de familia, posibilidades económicas… y sí, verdad sea dicha, por un poco de sangre aventurera que corre por mí. Este periodo de vida y cambios de terruños cubre un radio de veinticinco kilómetros, todos dentro de la provincia de Entre Ríos, ocupando treinta y un años de experiencia. Corrió mucha agua bajo el puente en estos años. Y necesitaría otro relato aparte para las tristezas (no muchas), alegrías (no pocas), para contar las historias en escalas de grises o full color que hubo allí. Paradójicamente, me arraigué (hasta ahora) en un pueblo formado por inmigrantes llegados desde el Volga ruso aunque sus raíces son alemanas. Son los Alemanes del Volga… también esto es una historia en sí misma. Mejor dicho cientos de historias en una.

El tema es que hoy estoy bajo mi sauce, en un atardecer rojizo. Hace dos días que falleció mi padre. Y tengo que iniciar el éxodo más largo de mi vida. No es mía la idea, es del monje benedictino y escritor argentino Mamerto Menapace. Él fue el que dijo que el viaje más largo del ser humano es el que hace al recorrer un duelo. Un camino que tiene que hacerse desde el entendimiento, la cabeza; hasta el corazón, la aceptación.

En cada etapa que describí de mis éxodos, vivencias de nuevos escenarios, desarraigos, exploraciones, pérdidas y ganancias, siempre estuvo mi viejo. Será que empecé desde tan atrás para tomar impulso… y lograr empezar de una vez este viaje tan largo de solo cuarenta centímetros, desde mi cabeza al corazón.

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