Secreto de alguien que camina

Secreto de alguien que camina

VERONICA VERONICA

16/05/2017

Aquella era una deliciosa tarde santiaguina de principios de septiembre, matizada por tibios rayos de sol y la briza fresca cargada con partículas de polen. Él esperaba todo el año la llegada de ese mes en particular, pues se iniciaba la temporada de excursiones para el avistamiento de animales silvestres. Estaría durante el día sábado recorriendo la precordillera andina, y eso le parecía un estupendo panorama.

No estaba seguro de cuándo había adquirido esa pasión. Muy probablemente se inició de mirar una y otra vez las fotografías de un viejo Atlas de zoología que había encontrado hace años, un día cualquiera de su juguetona infancia, en una caja con libros viejos que olía a cartón humedecido. Con los años aprendió los nombres en latín de una gran cantidad de insectos, anfibios, reptiles y aves. Conocía muchas de las características anatómicas de toda suerte de animalejos urbanos. Siempre estaba observando los muros y rincones de la casa buscando madrigueras y rastros del movimiento de estos seres pequeños. Sus padres y hermanos se habían acostumbrado a esta afición, y la toleraban con un suave pestañeo y una sonrisa pensativa que permanecía colgada en la boca un buen rato.

Más tarde, en la Universidad, contrariamente a lo que todos esperaban, optó por estudiar algo humanista. Quería entender el papel del ser humano en el universo, o más focalizado, en el planeta Tierra. Aun así, nunca jamás perdió su afición por los bichos.

¡Y claro que aprendió muchas cosas relativas al ser humano durante sus años de estudiante! Aunque no logró entender su papel en el planeta, y mucho menos en el Universo. Lo primero que aprendió es que el ser humano es bípedo, aunque nadie supo explicarle con certeza cómo es que un simio carroñero sujeto a sus instintos y que caminaba en cuatro patas recorriendo los paisajes miocénicos había adquirido mucho más tarde esta peculiar condición del reino animal. Aparentemente, esta nueva postura le permitió liberar manos y brazos. Este ser pudo así, al mismo tiempo que caminaba con el cuello erguido, mirar hacia el horizonte los paisajes pleistocénicos, ajustarse un rústico abrigo de pieles, coger una fruta desde un árbol e imaginar millones de cosas.

Pensaba en ello mientras planeaba su excursión para el día siguiente, caminando por la calle arbolada plagada de sonidos de pájaros que llenaban el aire desde todos los puntos cardinales. Los músculos de sus brazos colgaban lánguidamente al costado de su cuerpo y erguía orgullosamente el cuello para mirar hacia el final de la hilera de árboles.

Nadie en el horizonte – se dijo, tensando ahora los brazos, con los dedos girados hacia adentro. Acto seguido, su mirada descendió, enfocándose hacia el suelo. Las orejas parecieron girar unas cuantas revoluciones, aunque no lo podría decir con certeza, pues hasta ahora solo había podido reconocer tres signos: la distención de la musculatura del cuello, el crispamiento de los dedos de las manos y la incontenible salivación que lo obligaba a tragar de manera casi compulsiva. Una vez que advertía su llegada nada podía hacer, solo vigilar que estuviera en completa soledad, pues no quería testigos.

Ocurriría dentro de algunos segundos…… percibió el leve ruido de las pisadas contra el pavimento…… aparecería desde su derecha de caminante, creyéndose demasiado pequeño para ser visto por el ojo humano, o demasiado insignificante para causar temor, o creyendo que su color verde hoja matizado con gris perlado era un buen camuflaje. Lo que sea que este ser pequeño haya planeado a lo largo de estos últimos miles de años de evolución fue inútil. En fin …… continuó la marcha con el cuello flexionado hacia abajo, la vista enfocada hacia el suelo, los dedos crispados hacia adentro y la boca llena de saliva. Vio claramente al pequeño ser desprevenido salir desde la derecha de su posición de caminante, dos metros más adelante. Con un inesperado brinco, que duró apenas una fracción de segundos, lo atrapó con sus dedos encorvados, no lo miró, pero sí lo olfateó, y lo engulló. No lo degustó, pues no tenía interés en su sabor.

Al cabo de otra fracción de segundos ya estaba de pie caminando bajo la acera arbolada, con el cuello debidamente erguido y la mirada entornada hacia el horizonte. Los brazos pendían ahora rectos y relajados a cada lado de su cuerpo, con sus 10 dedos estirados y distendidos. Ya había olvidado completamente al pequeño ser que se le había cruzado por el camino.

Era un hombre más bien reservado y no se podía decir que ocultaba cosas, pero ese era un secreto que mantenía muy bien, ya que no olvidaba los múltiples regaños de sus padres y profesores durante su infancia.

Un día de septiembre, hace algunos años, se planteó la cuestión de contarle a alguien lo que él llamaba “su afición”, y pensó que su novia sería la persona indicada. Esta misma noche se lo contaré – se dijo en aquella oportunidad mientras caminaba bajo la misma hilera de árboles. Y se lo contó esa misma noche.

De la conversación que sostuvieron recordaba que ella se lo quedó mirando un rato que le pareció eterno. Luego se quedó mirando el suelo, quizás esperando ver algún bicho que pasara por ahí.

Ppppppero tú eres Homo sapiens, como yo. Eres bípedo. No debieran gustarte los bichos – le había dicho ella finalmente, casi gritando, con los ojos almendrados muy abiertos, llenos de espanto y repulsión. Acto seguido echó a correr a toda la velocidad de que eran capaces sus largas piernas, mientras desfilaban detrás de sus ojos acontecimientos sobre él a los que no había dado importancia antes por considerarlos una excentricidad, como su extraña costumbre de no usar cobijas para cubrirse durante el sueño.

Esa fue la última vez que la vio, y también fue la última que confió su secreto a alguien.

¡Pero qué es eso de Homo sapiens! – se dijo a sí mismo mientras caminaba bajo la hilera de árboles – ¡Esto es atavismo! ¡Además, no lo puedo evitar!

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