El sexto sabor

El sexto sabor

Anna Nava Recio

15/05/2017

Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared.

(La última hoja. O. Henry)

No lo había logrado. Su amada moriría; él también acabaría sus días, exhausto, a las puertas de aquel convento.

Hacía tiempo que ella había perdido el sentido del gusto; nada tenía sabor, todo le provocaba arcadas. No distinguía lo dulce ni lo ácido ni lo amargo ni lo salado. Ni siquiera sustancias con el gusto umami, el quinto sabor, estimulaban sus papilas gustativas. Los médicos no encontraban una explicación lógica para su ageusia, ninguna causa física. Sin embargo, ella adelgazaba y adelgazaba. Se estaba convirtiendo en un ser transparente.

Su amada se moría, pero él no se resignaba, no quería rendirse.

Recorrió todas las bibliotecas de la ciudad. Leyó cientos de libros que trataban el tema de los sabores en busca de una solución. Y nada. Le dijeron que los monjes guardaban escritos valiosos en los conventos. Tuvo que vencer resistencias y reticencias, pero logró sumergirse entre códices y manuscritos. Nada; su amada se moriría.

Solo le quedaba consultar el texto de un fraile, misionero en la India, muerto hacía siglos, sobre el que halló noticias dispersas. Se decía que había encontrado una flor con maravillosas propiedades, pero no se especificaba cuáles eran. El manuscrito se hallaba depositado en el sótano de un convento de monjas de clausura.

Intentó convencer a la hermana tornera para que le dejara al menos hablar con la superiora. Los días pasaban y no parecía que fuera a persuadir a la monja. Decidió entonces permanecer sin comer ni beber a la puerta del convento. Cuando ya había perdido el sentido por el hambre y la sed, unas manos, compasivas por fin, lo arrastraron al interior del recinto. Le quedaba poco tiempo. Su amada se moriría.

El manuscrito del fraile contenía un dibujo de la misteriosa flor y explicaba con detalle su localización en Nepal, al pie de los montes del Himalaya. Asimismo la describía; y aseguraba que su sabor era inigualable, ni dulce ni salado ni ácido ni amargo. Cualquier alimento que se sazonara con su polen adquiría tal exquisitez que la propia lengua se estremecía de placer. Y no solo eso, bastaba con verla para que algo misterioso que emanaba de ella se introdujera por los ojos y, a través del cerebro, estimulara el sentido del gusto. Fuera lo que fuese lo que se paladeara, se apreciaba su sabor único.

Él sabía que no tenía tiempo para viajar en busca de la flor. Su amada se moriría.

Entonces recordó las lecturas de su adolescencia y, entre ellas, le vino a la mente un cuento de un autor llamado O. Henry, La última hoja. Tuvo la certeza de que su historia acabaría igual que la del relato. Se dirigió a la habitación de su amada y aprovechó las pocas fuerzas que le quedaban después del largo ayuno a las puertas del convento para dibujar en la pared la flor del fraile.

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