Movilidad exterior

Movilidad exterior

María Martín

17/04/2020

Camino al aeropuerto, un espejismo: el asfalto encharcado de reflejos azul cielo. ¿Quién no fantasea con cuarenta grados de puro bochorno?.
Naves industriales y rent-a-cars a la derecha, arbustos secos y salineras a la izquierda. Furgonetas de taxis pirata pasaban en arsenal, ganándose el estío a grito de, «¡hijos de puta!, ¡ya os quemaremos los coches, ya!». Pero a ellos no les importaba, eran muchas las bocas que alimentar y escasas las posibilidades de auxilio.

Menos les importaba a los políticos, que decían sufrir lo suyo, intentado aprobar leyes para dejar de perseguir casas de alquileres soberbios, en portales de internet. El aeropuerto aumentaba cada año su tamaño. Sin embargo, él siempre la esperaba en el mismo lugar. Siempre llegaba con media hora de antelación y así echar un vistazo a los diarios mientras degustaba una taza de café local.

En portada la ministra de trabajo afirmaba: «los jóvenes se marchan del país para vivir nuevas experiencias, si de algo estoy orgullosa, es de trabajar para el que quiera salir salga, pero para que el talento huido por la crisis vuelva cuanto antes». Él no pudo evitar la carcajada. Nunca tuvo vergüenza de mostrar su descontento frente a las falacias.

Decenas de personas abarrotaban en un instante la zona de llegadas, moviendo sus cabezas como mascotas ansiosas buscando a sus dueños. Ella siempre era de las últimas. Jamás pareció tener prisa, si la tuvo por marcharse. Él siempre consideró emotivas las visitas al aeropuerto. La gente parecía estar viva, llena de emociones, deseosa por salir o entrar. Nunca conoció lugar donde los besos, las caricias y los abrazos fuesen más sinceros.

—¡Buuu!
—Hija…
—¡Papá! —dijo ella—. Estabas en Babia, ni siquiera me has visto llegar.
— No, hija, ven aquí anda y dame un abrazo. Qué tranquilidad tenerte aquí de nuevo.
—¿Ya estamos? Parece que lleves décadas sin verme. Venga vamos para casa, que tengo hambre.—Tu madre lleva tres días comprando y preparando comida, te vas a hartar.

Con el equipaje ya en el maletero, pusieron dirección a casa. Para ella todo seguía igual. Ese lugar siempre parecía estar atrapado en el tiempo; tenía ese poder de rejuvenecer a todo aquel que le juraba fidelidad. Su padre, clásico roquero, elevaba a menudo el volumen de la música, hasta que los bajos distorsionasen la calidad de la melodía. Era su manera de celebrar la felicidad, esa misma que a veces olvidaba poseer.

Ella sentía que llevaba mucho tiempo fuera cuando, al abrir la puerta, percibía al momento la fragancia de la que años atrás fuese su casa. Ese olor a tranquilidad, seguridad, a familia. Siempre dejaba atrás la madurez para volverse a sentir niña en aquellos pocos metros cuadrados. La tele a todo volumen y su madre, emocionada, la esperaban junto a deliciosos entremeses y miles de preguntas.

— Como ves, las cosas no es que mejoren mucho —dijo su madre—. A este paso, tus amigos y tú tendréis que seguir trabajando fuera. Pero bueno, yo te veo muy bien y en el idioma te manejas de maravilla, ¿verdad? A ver si escribes más en español, que no entiendo nada de lo que pones en el Facebook.
— Sí mamá, no puedo quejarme — mintió—. ¿Qué planes tenemos para estos días?
— ¿No te ha dicho tu padre que mañana salís a pescar?—dijo su madre en voz baja—. Llévatelo al mar, anda, le vendrá bien después de todo.
— ¿Hay noticias del abogado? —preguntó desconcertada, al percibir el tono tan diligente de su madre —. Espero que esos cabrones no se salgan con la suya. Fueron muchos años de trabajo mamá, demasiados como para serviles resignación en bandeja de plata.
— No te preocupes. Saca a tu padre que falta le hace. Y a disfrutar, que para eso has venido. De lo demás ya hablaremos.

Si había algo en el mundo que padre e hija adorasen era el mar. La gente de costa se quejaba de la humedad, pero cuando les faltaba la brisa marina, muchas eran las lágrimas que tenían que esconder, algo que la gente de ciudad nunca entendía.

Desataban la zódiac mientras contemplaban aquel puerto de postal. Los cuatro nudos de máxima hacían más larga la espera, pero al girar el faro, por fin se dejaba ver. El océano tenía un poder sedante y un sonido que acompasaba el ritmo de la respiración. Su inmensidad hacía desaparecer el desasosiego y su color, variedad de azules extraordinarios, producía la sensación de mayor profunda tranquilidad, de entre todas las emociones que un color puede originar.

Con los pies a remojo mientras pescaban, palpaba esa vida que un día abandonó. “No es fácil renunciar a cielos color escarlata y a la apacible fragancia del pinar”, pensó ella.

Su padre ni siquiera se esforzó en recordarle que jamás sacarían pez mientras sus extremidades estuviesen sumergidas. Tan sólo rebosaban satisfacción. Y es que su presencia se marchó tan temprano, mucho antes que su inocencia.

El corcho se sumergía sin cesar, pero no parecía importar en aquella escena que los años no alteraban. Dos almas gemelas de pocas palabras maldiciendo internamente, ese futuro incierto en el que ambas generaciones buscaban su lugar.

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