Los altavoces de Trenitalia anunciaron el arribo de la formación que partiría en quince minutos desde Pescara Centrale hacia la ciudad de Bari, en la Puglia. Yo había timbrado ya mi boleto, que no terminaba en Bari sino que me llevaba a otras posibles combinaciones, y me despedía de mis tíos que no me soltaban, entre abrazos y recomendaciones de cuidados: estate atenta, vas a viajar de noche, son muchas horas, sola, ¿tenés todo?, ¿guardaste la fruta?, ¿te llevás un poco de agua?, sí, sí, la tía me preparó dos sándwiches con jamón, queso y llevo mandarinas y hasta unos caramelos por si tengo ganas de un dulce, voy a estar bien, los llamo apenas llegue.

Suelo pensar que esos tironeos de despedida entre la espera del tren y el pitido de partida se parecen a la pregunta que una vez me hizo uno de mis parientes: ¿cuándo vas a quedarte quieta?

Me gustaba saber que estaban. Y me gustaba saber que seguiría sola mi camino. Me gustaba saber que en mi lugar de destino alguien estaría esperándome. Creo que nunca voy a quedarme quieta.

El viaje a Bari resultó según lo previsto y no anunciaron esta vez el consabido mensaje de los “diez minutos de retraso” tan propio de los andenes italianos. Pude llegar, bajar con tiempo y tranquilidad de mi compartimento, caminar hacia el andén de mi combinación y esperar.

Lamezia Termini era el próximo destino. Lamezia, la ciudad del aeropuerto internacional de la región calabresa. Ciudad de cruces y combinaciones ferroviarias. A Lamezia llegaría de madrugada, a las cuatro de la mañana.

El sur de Italia, para el resto de los italianos, está siempre lleno de recomendaciones: allá no es tan seguro, “sono tutti terroni”, todos rústicos, campesinos, hay muchos inmigrantes hindúes, hay africanos, roban. Tené cuidado. Los trenes son distintos. Sentate siempre donde hay gente. Vos sí que sos “coraggiosa”, que te vas al sur sola. Ahí está la mafia. Y entonces juego y les digo que no se preocupen, que llevo sangre calabresa, que entre “picciotti”[i] nos reconocemos.

Lamezia me inquietó, sin embargo. Tenía poco tiempo entre mi llegada y la partida de mi tren que también estaba de paso. De hecho, corrí con mi valija a cuestas, busqué carteles. Los electrónicos, esos que informan arribos y partidas, estaban apagados. Reinaba el silencio. Pasé un túnel, debía acercarme a las oficinas de información, alguien habría, algún guarda.

Vi a varios empleados de Trenitalia fumando, conversando en el andén junto a un tren detenido. El tren no tenía carteles que me permitieran identificarlo. Me acerqué, les hablé. Y entonces comencé a sentirme tranquila. Tenían el acento del sur. Empastaban la “T”, eran morenos, de pelo crespo y de ojos grandes.

Uno de ellos me dijo: este es el tren, señora. Pero no suba acá, venga conmigo. Dudé pero lo seguí. Estos vagones son más seguros. Tienen compartimentos. Pase, siéntese en este compartimento. Y corra la cortina para que no la vean los pasajeros que andan por los pasillos. Hay tres horas hasta Locri. Sí, conozco las estaciones. ¿Qué le pasaba a este hombre? Me atemoricé. Después pensé que me cuidaba. Bueno, no se preocupe. Yo voy a pasar cada tanto y voy a ver cómo está.

Y pasó: una dos, tres veces durante el viaje.

Y yo acomodé la valija en el estante sobre mi asiento. Y me dispuse a mirar por la ventanilla: sabía que, aunque estuviera oscuro todavía, tenía el mar Adriático a mi lado y que el tren me lo regalaba, manso, espejo del cielo cubierto de estrellas, sabía que abandonábamos después el mar y que cruzábamos el extremo de la península, el empeine de la bota, como dice mi madre. Entonces las sombras me ofrecieron las formas retorcidas de los troncos de los olivos. Siempre me fascinaron las formas caprichosas de los olivos. Y aunque no los veía con nitidez, adivinaba el juego opaco y plateado de sus hojas.

Adivinaba las tunas y el sabor que de sus frutos tanto me contó siempre mi madre. Muy cerca, entre mi mirada y las vías, entreveía flores silvestres en la hierba. Hacía frío.

Para cuando empezamos a costear el Mar Jónico, empezó ya a amanecer y tuve la sensación de haber estado ya en esos escenarios. El guarda volvió a pasar y me explicó que quedaban tres estaciones hasta la mía, que sería la cuarta. Sí, ya sé, le dije. Y se las enumeré apoyándome en el conteo con los dedos de la mano: “Roccella Ionica, Gioiosa Iónica, Siderno e finalmente, Locri”.

El tren iba lento. Se detuvo un buen rato en cada estación. Bajé mi valija con tranquilidad, me acomodé la ropa, el pelo. Desenvolví un caramelo. Todo lo hice mirando por la ventanilla. Algo parecido a un golpeteo del corazón me pasó entre el pecho y la garganta. No era nuevo.

Entonces, cuando la formación estaba a una estación de mi destino, volvió a abrir la puerta del compartimento el guarda. Venga señora que la ayudo con la valija.

El tren ya se había detenido. Vi a mi amiga Lydia en el andén. Estaba esperándome.

El hombre se quedó en silencio. Me miró, sonrió. Y entonces me dijo, tranquilo: Vuelve a casa, ¿no? Sí. No. Bueno, vuelvo a la casa de mi madre.

Por eso le digo, vuelve a casa.

[i] “Picciotto” es el término que en el sur de la península se usa para mencionar a los jóvenes simplemente y a los matones a sueldo, los mafiosos de a pie, la mano de obra de los capos de las asociaciones mafiosas.

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