Fue prematuro el inicio de su carrera profesional; a los siete años ya manejaba con maestría el arte de la mecanografía sobre aquella anticuada Olivetti.
Desde que tuvo capacidad para hilvanar cortas frases de manera coherente, demostró una particular habilidad en el uso del idioma, siendo las letras impresas el medio en el que mayor destreza adquirió. Pasó las largas tardes de unos años que se hicieron cortos encandilando con sus elaboradas y chispeantes rimas a las viudas de aquel pueblo que, como su madre, se reunían en la plaza central para coser, cotorrear y matar un tiempo que pareció congelarse aquel día en que sus maridos, muertos en la explosión de una vieja fábrica, ya no lo pudieron calentar.
Cristina solía decir que escribir sabía todo el mundo y que lo que diferenciaba a un escribiente de un escritor era el interés que destilaban las historias de este último. También decía que el idioma es una magia accesible y gratuita, que no hace distinciones sociales, que se encuentra en los campos y en las ciudades, en grandes avenidas y en callejones oscuros. Decía que el adecuado uso de nuestra lengua, la capacidad para extraer y reflejar su belleza, y la gracilidad para dotar de emoción al contenido más frío era lo que convertía a cualquiera en el más poderoso Merlín. Decía que las palabras eran huérfanos duendes a la espera de encontrar un padre que los hiciera hijos; que los verbos eran grandes narraciones, si bien conjugados y elegidos; que los pronombres eran personajes secundarios o actores principales, en función del lugar en el que fuesen escritos.
Y, entre dimes y diretes, dos décadas pasaron.
Cristina abandonó su hogar y, de pueblo en pueblo, fue relatando sus historias. Se convirtió en contadora de cuentos infantiles, en jardines y en esquinas de calles peatonales; fue juglar en los mercados; cantautora en las cantinas de colegios y juzgados.
Ganaba poco, lo que la voluntad de sus oyentes daba de sí y, bien se sabe, la voluntad de las personas suele ser escasa. Pero su nombre fue ganándose un hueco en el imaginario de las gentes: “Cristina, la de los niños”, “Cristina, la de los bares”, “Cristina, la de las puertas de los bancos, las mercerías y los centros comerciales”.
Cristina era conocida por sus historias, por sus pausas bien marcadas, por sus finas ironías y sus desconcertantes finales. Cristina vivía de quien la oía y, de tanto oírla, pronto la quisieron leer.
Sus pequeños ahorros fueron destinados a imprentas y a editoriales. La magia de las palabras impregnó un fino polvo sobe sus libros. Fueron sus primeros lectores aquellos ancianos, adultos y niños a los que, con generosidad y gracia, tiempo atrás divertía.
Una tarde llegó el gran momento: su propia firma de libros. La primera de la fila era una madre emocionada, la suya, a la que hacía mucho que no veía. Se abrazaron sin tocarse y Doña Cristina, con las manos temblando, comenzó a escribir…
Gracias por creer. Gracias por entender que la magia, además de habitar las palabras, se alimenta de tesón y de esfuerzo. Gracias por hacerme comprender que los grandes milagros no solo requieren de un don, sino de tiempo.
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