Aprendiendo en inglés

Aprendiendo en inglés

Dekadente

16/04/2020

Como un mantra cuando realizas una meditación. Así me repetía mi padre la frase: el inglés será fundamental para conseguir un trabajo decente. Y esa frasecita caló en alguna parte de mi subconsciente e hizo que mi objetivo en la vida fuera el inglés.

El periplo estudiantil de todos conocidos no me llevó a adquirir las competencias propias de un inglés medio decente y las academias de idiomas se basaban en la gramática que conocía de sobra, así que conseguir mi objetivo aquí era algo que deseché con bastante prontitud.

Combiné trabajos, poco reconocidos y menos remunerados, hasta que conseguí tener un colchoncito suficiente como para comprar un billete de avión y llevar a cabo aquello en lo que mi vida giraba y mi primer gran viaje: Perth.

Casi me planto en Australia buscando combinaciones de avión, pero el azar y la escasez de recursos me llevaron a muchos menos kilómetros de los que yo pensaba. Escocia se antojaba como un destino apetecible, puesto que no implicaba 24 horas de avión en caso de arrepentimiento y, como primer acercamiento real a la vida independiente y adulta, sonaba bien. Si, sonaba bien, pero el acento de los lugareños era algo que no entraba en mis planes. Esa extraña forma de expresarse mediante un acumulo de consonantes sin vocales, apresurados y como entonando una canción acabó con mis planes de practicar el inglés más protocolario que había aprendido gracias al English Grammar Book y a Marta, la teacher.

Trabajé, estudié, me relacioné e incumplí todos los consejos que llevaba en mi maleta como obsequio gratuito que me ofrecían los que ya habían pasado por las vicisitudes que yo estaba a punto de abordar. Me relacionaba con españoles, no podía leer en inglés ni los libros infantiles y el poco tiempo libre que me dejaban mis dos trabajos a tiempo parcial lo empleaba en beber cerveza e ir de pub en pub.

Aprendí conceptos tan importantes como «glass collector», «happy hour» o el «cash back», tan práctico como poco conocido en mi país. El futuro laboral que me esperaba con estos conceptos era tan prometedor que asustaba. Disfruté de la gastronomía, de la cultura e incluso adopté costumbres para mi impensable como aficionarme a un karaoke, pero del idioma… ni papa.

Me convertí en el chico tímido que todo el mundo invitaba a las fiestas por pena y que no pasaba del «Hi!» y el «Thank you!» cuando se trataba de hablar con algún pelirrojo o escocés de pro. No era capaz de practicar mis conocimientos lingüísticos del idioma anglosajón y mucho menos entender al grupo de alcohólicos con los que me reunía cuya entonación etílica y cantarina tampoco ayudaba a mi comprensión.

El viaje y la aventura estaba siendo infructuoso y nada conseguía hacerme ver que mi hazaña adulta tuviera que continuar por más tiempo.

Volví a atesorar un nuevo jergón económico para llevar a cabo la operación retorno a la tierra santa y en poco más de tres meses ya tenía el plan establecido para volver al hogar, con la cabeza gacha y la mentira en la boca para tratar de impresionar a los demás y ocultar la ineptitud de mis capacidades.

En el aeropuerto, ensimismado en mis pensamientos y entristecido por la batalla perdida, mientras esperaba en la puerta de embarque a que nos abrieran paso, una simpática joven me rozó el brazo y me preguntó en un macarrónico español: «¿estás último?» Y no pude más que sonreír y contestar: «Yes, I am». Y, entonces, comenzó nuestra conversación en un spanglish extraño que nos llevó a una amistad forjada a fuerza de consultas en el diccionario y un traductor automático que hizo las veces de celestino.

Hoy, diez años después de aquel encuentro, todavía seguimos rememorando aquella frase mal construida que nos condujo a formar una vida juntos, mientras ella toma su taza de té y yo le repito a nuestro hijo que el chino es el idioma del futuro.

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