Carmen era una mujer joven y fuerte. Ello le había permitido hacer frente a la reciente muerte de su esposo, gran constructor de barcos en Bilbao. Por el derecho Foral vasco la fortuna pasaría a manos del primogénito varón de la familia de su marido, por lo cual ella quedó en la calle, sin un céntimo y con dos niños pequeños. Su carácter indómito la hizo tomar la decisión de irse de allí a cualquier parte. Había escuchado versiones de parientes de inmigrantes que en Uruguay habían encontrado un buen hogar. Sacó los pasajes en barco con los dineros que le quedaban y hacia aquel pequeño país del Cono Sur de América Latina se encaminó con sus hijos. El viaje de meses por mar junto a tantos inmigrantes no la amedrentaba pero conseguir lo necesario a bordo a veces se tornaba problemático. Pese a las penurias de la travesía llegaron los tres sanos y salvos a la capital del país, Montevideo, donde no tuvieron más remedio que alojarse en una pensión de inquilinato cercana al puerto. Carmen era una mujer instruída y la posibilidad de encontrar trabajo fue su primera preocupación. Al pasar frente a una casa muy señorial vio un anuncio solicitando una secretaria administrativa. Se decidió a golpear la puerta y salió a atenderla un hombre que por la túnica blanca y el estetoscopio colgando del cuello denotaba su condición de médico. A la pregunta de qué deseaba ella respondió que quería el trabajo que se anunciaba en la puerta. El doctor notó su acento y le preguntó de donde venía mientras la hacía pasar al consultorio. En los pasillos, gente de aspecto adinerado ocupaba los asientos de espera. En el enorme patio central de la casa gente con traza de pertenecer a la clase de menores recursos también esperaba. El doctor los atendía a todos por igual pero necesitaba alguien que le ordenara la agenda y que hiciera pasar a los pacientes por orden de llegada. Charlaron un rato y el puesto fue para ella pues parece ser que además de estar capacitada para el mismo, como lo demostró al poco rato de estar allí, el médico quedó prendado de aquellos ojos, mezcla de gris y azul de cielo. Tanto es así que le ofreció a Carmen utilizar la zona de aquella inmensa casa destinada a los huéspedes, para ella y sus niños. Así comenzó su nueva vida trabajando con aquel galeno viril y atlético que ocultaba detrás de grandes mostachos su timidez. Era un hombre de gran corazón y muy capaz en su profesión, lo que quedaba demostrado porque atendía a todo el mundo sin importar su condición. Carmen llevaba sus citas con estricto orden y de paso aprendía muchas cosas con el médico, al punto que con el correr del tiempo empezó a actuar como enfermera ayudante. El gusto del uno por el otro era mutuo pero las leyes no escritas de aquellos principios del siglo veinte no permitían que una señora diera muestras de nada y su férrea formación católica era otro de los impedimentos. Todo ello sumado a que su jefe tan eficiente en la ciencia médica, pero tan tímido en cuestiones de faldas, no supiera como acercarse a Carmen. El trato por lo tanto era muy profesional entre ambos. Un buen día él observó que ella compraba en la florería dos rosas y las colocaba en un florero pequeño en su escritorio. Al día siguiente él se apareció con un ramo y se lo obsequió. Allí comenzó un flirteo muy sutil que se atenía a las más estrictas reglas de urbanidad. Poco a poco él fue ganando su corazón y aquellas reglas fueron dando paso a un trato cordial, Con el paso del tiempo aquello se transformó en un noviazgo al cabo del cual se casaron en la iglesia Matriz de la ciudad dando paso a la mutua felicidad.
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