Cada día me siento a desayunar y enciendo el televisor mientras me unto la tostada con mantequilla y saboreo el café recién hecho. El canal es siempre el mismo, el de 24 horas de noticias. Así, comienzo la jornada conociendo un poco más el mundo en el que vivo, el mundo que me juzga, la sociedad que contempla el paso de mi existencia.
Y no puedo reprimir mis emociones ante lo que observo diariamente en esa hora.
Se pone de manifiesto una sociedad ciega de un nivel exacerbado de podredumbre y mezquindad. La hipocresía nos ahoga como el torbellino al pececillo. Los héroes idolatrados en sus circos de hierba y pelota tras los que se encuentran los verdaderos héroes anónimos en sus rincones cercados por bombas y miseria, por hambrunas y enfermedades a las que tratan de hacer frente sin una sola arma que no sea la del Amor. Veo aquellos hombres y mujeres que, como tocados por una varita de entendimiento y virtud hacen frente a las injusticias de este mundo siendo por propia voluntad nuevas víctimas de un desangramiento cruel, ayudando a los más necesitados con el peligro claro de acabar con su propia existencia, en lugares a los que llamar infierno no hace más que mitigar el matiz de su desolación y olvido.
¿Qué clase de vida es esta? ¿Qué clase de mundo es este en el que por nacimiento nos vemos abocados a luchar contra unos avatares injustos, ruines y míseros o a que nos venga todo dado sin siquiera haber hecho un mínimo merecimiento?
Mi admiración por la fortaleza de un ser humano que viaja al mundo de otro ser humano, despidiéndose de las comodidades del suyo propio, de una burbuja que nos protege y una hipocresía de lástima y horror en dos minutos de imágenes lejanas y conmovedoras, solo por amor, amor a la justicia, amor al prójimo, o acaso solo por rencor, por asco ante el mirar hacia otro lado de aquellos que de verdad tienen el poder y las posibilidades de hacer algo por encauzar el tremendo error del paradigma social y humano en el que todos estamos envueltos y que solo se preocupan de tejer máquinas de destrucción con las que decir al mundo yo soy el más fuerte. Pero su debilidad por ello es mucho más transparente. Se olvidan de que su verdadera lucha es la del bienestar de nuestra raza, se olvidan de que hasta el ser humano perdido en el rincón más lejano debe tener los mismos derechos y oportunidades.
Nuestra especie es la única amenazada por sí misma, su codicia, su malicia, su miseria…
Veo esas barcazas que, con el único rumbo de un abismo desconocido y prometedor, un horizonte de esperado edén, con el hartazgo ya de que una meta no pueda ser más que la miseria y la muerte tras un largo camino de lucha por permanecer en una tierra olvidada y perseguida, naufragan en mitad de un vacío de tinieblas y agua que deja tras de sí muñecos truncados por causa de una desesperación que ralla el profundo y descorazonador abatimiento, horror y vacío.
Las manchas de humanidad que tratan de pasar fronteras para no permanecer bajo los silbidos mortales y que no encuentran más que odio y descomprensión a su paso. ¿Se trata de egoísmo? El ser humano es tan ciego que piensa que su tierra opípara y fértil se volverá gris y seca con el peso sobre su suelo de más personas tratando de alcanzar una supervivencia tranquila y lo único que alcanza a comprender es que una zancadilla a tiempo que trate de disuadir a esas personas de penetrar en ese estado confortable es casi su obligación para protegerse a sí mismo de esa amenaza cruel e ilegítima de personas tratando de encontrar luz ante una sombra que ha proyectado su ser durante toda su vida.
Acabo el desayuno, me levanto de la silla y apago el televisor. Vuelvo a mi rutina diaria, vuelvo a la lucha por mi propia subsistencia, inmerso como estoy en esta rueda, no puedo más que continuar. Por mi parte, trataré de poner mi grano de arena.
Solo deseo que un día esta rueda se detenga por un instante, que el mundo recapacite, y que un día vuelva a girar, sin óxido y mugre que la ensucie un poco más a cada instante.
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