La calle León se ha guardado uno de los mayores inciertos de mi infancia. Jamás supe el porqué, pero al único que recuerdo al ver el capó del abandonado coche azul que adorna el lugar, es al cuerpo que, cada noche, se acostaba con una personalidad diferente.

Sí. A este cuerpo le encantaba sentirse perdido. Un borracho vagando por las calles de algún suburbio en las afueras de su propia ciudad. Un extraño. Alguien ajeno a cualquier tipo de parámetro social.

Otras veces, despertaba caprichoso. Se llenaba las manos de personas, todas diamantes en bruto, y las devoraba lentamente. Tenía un par de tenazas por corazón, y quebraba a sus presas sin previo aviso, sólo para volver a escuchar ese sonido tan particular. Aquel que sólo emiten las almas cuando están a punto de secarse.

Cada cierto tiempo, hallaba paz en la tristeza. Se auto-compadecía, nadando en su propio hueco, y vertiendo ácido en sus heridas cada vez que lograba regresar a la superficie. Era un ciclo bastante dañino, pero que solía atraer a otros cuerpos. Todos participantes de la misma secta. Todos en busca de sentirse profundamente heridos, sí, pero juntos. Porque juntos es mejor.

De vez en cuando, le encantaba sentirse dueño de su propia mortalidad. Imaginarse la vida de los otros cuerpos sin la vana existencia de la suya. Jugar con la idea de saltar por el risco y quebrarse todos y cada uno de sus huesos. O soñar con la idea de volar, siempre tan lejos y hacia ningún lugar en particular.

Claro que, como no todo puede ser tan gris, este cuerpo también gozaba de una extraña capacidad para hacer de su vida un eterno frenesí. Era adicto a las emociones fuertes. La adrenalina, la furia, el temor, el dolor, y el ¿amor? Se codeaba bruscamente con todas ellas. Las agredía, las tomaba, las deformaba. Pero nunca fue capaz de estabilizarlas.

Definitivamente, le encantaban los polos opuestos. No tenía idea de como inclinar la balanza hacia el punto medio, y creía sentirse bien de esta forma. Sin importar la personalidad que tuviera al momento de bajar el telón, se acostaba siempre con una sonrisa. Era contagiosa, imparable. De esas que te invitan a amar antes y preguntar después.

Pero no tenía a nadie. Sólo a sí, y a ellos, y a los otros. Eran montones de cuerpos diferentes. Todos polimorfos, todos independientes. Todos llevando a cabo una incesable guerra civil dentro de aquél, cuyo único fin era la auto-destrucción como único método conocido de salvación.

Lo cierto es que de ese cuerpo no se supo mucho más, hasta el día en el que lo encontraron mal parado sobre el capó del carro de algún pobre diablo.

Ya no era él, sino la triste composición de alguien que no se entendió lo suficiente.

En el fantasma de su mano, una nota:

“ESTE NO SOY YO, SOY OTRO”

P. D. Si alguna vez se topan con un cuerpo similar, guíenlo a la luz. Todo lo que estos cuerpos necesitan es alguien que esté dispuesto a escucharlos. Y esa sonrisa que se permiten, justo antes de entregarse al mañana, se llama esperanza.

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