En un intento por apoyarla después de su traumático divorcio, decidí quedar con ella para salir un sábado por la noche. Mi primera sorpresa fue la buena acogida que tuvo mi sincera invitación. La segunda, que me citara en su piso a las once y media.

Realmente estaba nervioso –yo acostumbro a cenar sobre las nueve–, así que decidí tomarme una caña en el bar de la esquina. Como aperitivo pedí unas patatas bravas, todo un plato, a rebosar, que no tuve capacidad de comerme. Al poco tuve que pedir otra caña pues estaba claro que se habían pasado con el tabasco –¡Ay, la cerveza!–, pero lo cierto era que lo estaba disfrutando como un niño su pastel favorito. Entre lo caliente de la patata recién frita, y el picante, mi boca ardía y mi garganta pedía algo que la refrescara. –¡Otra caña, por favor! –fue la quinta vez que la espuma llegó al borde del vaso.

La hora de la cita se aproximaba y decidí pedir la cuenta. Mi estado de ánimo estaba en sus cotas más altas y pensé que era una noche para triunfar.

Cuando llegué al descansillo –ah sorpresa–, la puerta estaba entreabierta. Llamé con los nudillos y escuché cómo su voz se mezclaba con la letra de una balada conocida. Volví a llamar e introduje medio cuerpo en tierra desconocida, para percibir un olor a marisco cocido que alborotó mis castigadas papilas gustativas.

–¿Amparo? –pregunté dubitativo.

–¡Pasa Pepe! ¡Acomódate! –contestó desde la distancia.

Lo hice sin reparos –imagino que la cerveza ayudó–. La mesa estaba bien equipada con cubiertos y cristalería para dos –ya no me apetecía ir a ningún sitio–. La noche pintaba bien.

–¡Lo siento, se me ha echado la hora encima! –oí a lo lejos con cierto tonillo… poco convincente.

–No te preocupes, estoy bien aquí –fue lo único que se me ocurrió.

Los olores llegados desde la cocina volvieron a empañar mis pensamientos que, en aquellos momentos, solo buscaban una excusa para no imaginar la posible desnudez de mi anfitriona.

Alargué el cuello todo lo que pude, para husmear en la cocina y ver un plato de conchas finas dispuestas para comer, que me trasladaron a un lugar de su cuerpo todavía por descubrir.

–¡Si quieres tomar algo, busca en la nevera! –volvió a sonar su voz de forma melodiosa.

Y como la oportunidad la pintan calva y, sin responder siquiera, me acerqué a la cocina con un ojo puesto en el fondo del pasillo.

Además del marisco, del horno salía un rico olor a pescado, que me hizo pensar en la comida después del postre. Abrí el frigorífico y, justo al lado del cava, una bandeja de profiteroles acabó por hacerme pecar.

–¡Bueno, pues ya estoy! –salió de su dormitorio con un traje discreto y bolso a juego.

Yo miré la mesa sin disimular.

–Mi hija, que viene a cenar con su novio. Si no es por ti, no sé que hubiese hecho toda la noche ¡Espero que hayas cenado!

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