Cristina
tenía dos meses. Iba envuelta en una toquilla azul heredada y traía
hambre bajo el brazo. Aquella nueva boca les hizo emigrar. Como en la
posguerra, la foto en blanco y negro reflejaba la tristeza de
aquellos cinco viajeros: un Sinca blanco, las maletas atadas en la
baca y tres mil pesetas en la cartera.
Horas
después, un pequeño pueblo del norte los acogía, hambrientos y
cansados. Joaquin era el culpable de aquella decisión precipitada.
No conocían a nadie. Tan solo poseían un dato, anotado aprisa en
un trozo de papel. Ni siquiera un teléfono, una calle… La fortuna
salió a recibirles en zapatillas. Una señora, demasiado vieja como
para recordar siquiera su nombre, barría la entrada de una casona
antigua. Alertada por los forasteros, soltó la escoba limpiando sus
manos en el delantal.
– ¡Epa!
¿Qué andáis? Es tarde. Va a nevar.
Fue
la primera vez que Cristina escuchó a la “Amatxi”, a aquella
anciana que iba a ser su niñera, su amiga, su cómplice… Hay
personas que se intuyen, como si en otra vida hubieran sido una sola.
–Perdone
usted, ¿Conoce a un tal “Txomin Azcárate”? –Joaquin tenía
frío, estaba harto tras kilómetros de lloros, quejas, curvas y
Guardia Civil. ¡Le habían multado por exceso de equipaje!
Necesitaba encontrar a su anfitrión, descargar y tomarse un
“txiquito” de vino. Dudando, agregó. –No se preocupe. Ya lo
encontraremos. Disculpe las…
–No
está. Vive cerca. Es “Vasco”, de la lucha, ya me entiende. Se
ha largado a Francia.
–Pero…
Él me dijo… Vengo a… No puede ser. –Joaquín temblaba. ¿Qué
iba a hacer ahora? ¡Idiota! Mira que confiar en aquel tipo…
¡Joder!
Cristina
comenzó a llorar. Era la hora de la cena y su pequeño estomago no
encajaba bien la espera. Los gritos aumentaron y Celia, la madre,
intentó calmarla pero no funcionó. El segundo parto había secado
sus pechos. Necesitaba preparar el biberón.
–Entren.
Hay leche. Y pan. La lumbre está encendida. Va a nevar –Las
palabras eran secas pero amables. Observaba a la pequeña. ¡Qué
“potxola”! Quizá le dejaran cogerla un rato…
Aquella
primera noche, Cristina durmió en brazos de la “Amatxi”, en una
mecedora de enea. Los demás se acomodaron en un cuarto, con dos
camas gigantes y techos tan altos que no se distinguían ni las
telarañas. Todo era enorme menos su dueña. Ella era “chiquitica”
y no por que estuviera encorvada, que también, sino por la falta de
leche cuando niña. Los habitantes de aquel pueblo navarro eran
hombres robustos, acostumbrados a la dureza del clima y al trabajo.
Ella vivía sola y, a pesar de su metro cincuenta, se apañaba.
Criaba conejos y gallinas. Sembraba maíz, patatas, judías…
suficiente para no pasar apuros. El dinero era escaso pero su alacena
escondía galletas, mantequilla y chocolate. Aquella vieja severa y
áspera los había acogido sin más.
Encontraron
un piso enfrente. El alquiler era alto pero Joaquín comenzó a
trabajar pronto de “chapista”, en un taller cercano. Celia
llevaba a los mayores al colegio y cosía zapatos para una fábrica
local. Cristina jugaba entre hilos, dedales, cuero y escasez.
Aprendió pronto a despistar a su madre para escapar a la “gran
casa roja”. La Amatxi le enseñó casi todo. La llevaba “a
cuchus” durante la jornada, encantada con aquella “pollita” de
ojos enormes. Le contaba historias que jamás supo si eran ciertas.
Las narraba como tales, en aquellas largas tardes sin prisa. Cuando
oscurecía, vigilaba sus pasos al cruzar la calle. Esperaba allí, de
pie, “jarreando” a veces, hasta que Cristina apartaba el visillo
y le enviaba un beso. Aquella rutina cuajó como la nieve en el
valle. Un día, la niña comenzó la escuela. Iba preciosa con su
uniforme recién planchado y los calcetines hasta la rodilla. Salía
de casa con su mochila a la espalda y la sonrisa en el rostro. Antes
de alejarse, miraba la ventana donde ella esperaba paciente, agitaba
su mano y se despedía. Al regreso, repetía el saludo añadiendo un
gesto de espera. Tras devorar el almuerzo y hacer los deberes aprisa
huía. A la hora de la merienda, un grito desde el balcón bastaba
para alertarla. Cogía el bocadillo, en ocasiones pan seco, y corría
de vuelta a sus quehaceres: alimentar gallinas, recoger huevos,
limpiar jaulas de conejos o robar fresas del arriate. Engañaba a la
anciana diciendo que no había y después la sorprendía con el cesto
lleno. Como recompensa, se llevaba unas cuantas a casa, orgullosa de
su botín. La Amatxi también le regalaba huevos, a cambio del pan
viejo que cada mañana dejaba en su puerta.
Cristina
creció prendida a sus enaguas como un pájaro antes de echar a
volar. Era difícil distinguir quién cuidaba a quien. Una tarde,
después de comer, Joaquín soltó la noticia: Nos vamos. Llevaba
tiempo dudando. El ambiente político se recrudecía y él no quería
eso para sus hijos. Saldrían adelante, como la primera vez, ya sabía
dónde. Cristina saltó de la silla y comenzó a correr escaleras
abajo. Las lágrimas y la lluvia salpicaban el camino. Golpeó la
puerta: ¡Amatxi! ¡Amatxi!
Lloró
durante horas, con la cabeza escondida en el regazo de la anciana
que, muda, acariciaba su espalda. El dolor había abierto una herida
que más tarde tendría que curar. Lo importante era que le iban a
arrancar a su pequeña. Cuando la noche les robó la luz, en penumbra
y abrazadas, juraron promesas. Cristina hablaba y ella asentía,
abatida ante aquel Dios que daba y quitaba sin avisar.
A
la semana siguiente se fueron. Su anfitriona, diez años después de
aquella fría noche, no lloró. Con el delantal y la escoba en sus
manos, barría la acera mientras cargaban el coche. Cristina,
enfurruñada, no admitía consuelo. En el momento de la partida, la
anciana abandonó su tarea y mirando al cielo apremió la marcha.
–Iros.
Es tarde. Va a nevar.
Ya
en la ventana, las lágrimas abandonaron su cobijo. La niña agitaba las manos. Los besos se perdían tras los copos de nieve.
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