Cuando la conocí ya olía así. Nunca he entendido muy bien cómo puede ser posible que una persona huela tan bien. Su trabajo habitual dentro de la cocina y sus perfumes aflorados hacen de su aroma todo un cúmulo de sensaciones. Huele a sentimientos.
El amor, el calor del hogar, la protección… muchos son los lugares hasta donde me transporta. Con tan solo tumbarme en su perfecta y planchada colcha sé que ha dormido allí, no hace falta que ni siquiera esté. Y ella lo sabe.
Es consciente de que en la familia muchos somos de eso, de su olor. Sabe que más allá de deleitarnos con sus increíbles platos, muestra de un pasado laborioso en grandes y humeantes cocinas industriales y de un matrimonio un tanto complejo, ella es lo que nos engancha, lo que nos tira.
No hay mejor cosa que llegar a su casa, esa de las vistas al mar, y acurrucarse envuelta en su bata. Es suave, acogedora, parece como si te invitara a dormir para siempre entre su tela, pero es su olor el que te atrapa.
El de las rosquillas perfectas cubiertas de azúcar blanco; el de las pequeñas albóndigas bañadas en salsa española; el de su puré de verduras, sin un solo grumo, perfecto; el de sus pimientos recién asados y preparados; el de su bonito del norte embotado como solo saben las que viven respirando al mar.
Mi abuela es el sabor y el olor y, a través de esto, consigue llegar hasta nuestros pequeños corazones para inundarlos de los sentimientos más fuertes que una persona pueda tener. Mi abuela es el olor a todo, el aroma del amor puro e incondicional. Mi abuela es inmortal, como sus platos.
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