Miedos infantiles

— ¡Mamaaá! ¡Mamaaá!

El grito angustiado de mi nieta me saca de la cama de un salto. Corro a su dormitorio y la encuentro acurrucada, oculta la cabeza bajo la almohada. Aparto el embozo y entre la rendija asoman un par de ojillos asustados. Respira agitada.

— ¡Que venga mamá!

— Mamá está en el hospital, trabajando. Pero aquí estoy yo, Andrea. ¿Qué te pasa?   

— Ah, pues si está en el hospital dile que no venga…, que hay un coronavirus muy grande en la calle. O en el patio…, y la pillará –susurra nerviosa, con un temblor en la voz–. O en la terraza. ¡Sí, en la terraza! Saltan muy alto, ¿sabes? ¡Y este es muy graandee!

— Cariño, ahí fuera no hay nada de eso. Mira, no son más que las ramas del níspero del patio bajo el reflejo de la luz de tu dormitorio.

— ¡No la abras! ¡Que no entre por la ventana!

— No te apures, Andrea. Además, los coronavirus son muy chiquitos, no se ven. Has tenido un mal sueño, una pesadilla. Anda, duerme tranquila que me quedo contigo.

— Sí se ven, que los he visto por la tele –alza la voz y continúa, casi sin respirar–. Son como pelotas de colores, rosas, azules, verdes, lilas, con flores, y unos pinchos que son unas patas pequeñas que te agarran. Y caminan rebotando. ¡Cada dos botes suben un peldaño!

— Claro, viste unos dibujos raros que te asustaron y ahora lo soñabas.

— ¡No lo he so-ñAAA-do! ¡Lo he o-ÍÍÍ-do! Me tapaba la cabeza, ¡mira, así!, y salta que salta por el patio. ¡Aún rebota, lo oigo! Bum-bum, bum-bum…

Bum-bum, bum-bum... De pronto, no estoy aquí. Me veo en otra habitación, acostada, muchísimos años atrás, yo rondando los cinco, como ahora Andrea. Oigo unos pasos que vienen de la calle: bum-bum, bum-bum… ¡Son pupayas ! Meto la cabeza bajo la almohada. Los pasos, cada vez más fuertes, se acercan. Saco un brazo y aplasto la almohada contra mi cabeza. Bum-bum… Tengo miedo. Grito. Mi madre acude… Enlazando el recuerdo, sigo su ejemplo.

— A ver, Andrea, dame esta mano –le tomo la derecha y se la pongo sobre el pecho, en el costado izquierdo–. ¿Notas esos latidos, como golpecitos?

— Sí, el corazón…

Sin mover esa mano, le acerco la otra a la sien.

— Y aquí, ¿los notas?

— ¡Sí, sí, más que en el corazón!

— Ahora túmbate de costado, como estabas. Cúbrete la cabeza, igual que antes. Apriétala con la almohada. Escucha atenta, ¿sigues oyendo el bum-bum?

— Sí…, no, no, ¡casi nada!

— Claro, ahora ya estás más tranquila. Fíjate, Andrea, te lo explico: las pulsaciones del corazón reparten la sangre por todo el cuerpo, también a la cabeza, por eso las notas aquí, en la sien. Al recostar la cabeza sobre la cama, a veces te resuenan en el oído, por el hueco de la oreja. Te da miedo, porque no sabes de dónde viene el ruido. Si te asustas, el corazón te late más de prisa y cada vez lo oyes más fuerte. Tu propio miedo te aumenta el miedo. Pero son los latidos de tu corazón. ¿No irás a asustarte de tu corazón, verdad? Y ahora, como ya lo sabes, si te vuelve a pasar ya verás como no te da miedo.

Desde la memoria, mi madre sigue hablándome. Y repito unas palabras suyas que me han servido de por vida:

— Mira, Andrea. Cuando tengas miedo de algo puedes pedir ayuda, como hoy, o puedes esconderte, o echar a correr… Pero es mucho mejor que primero busques si hay un motivo de verdad para asustarte o si son temores por algo que no existe. Sobre todo, no tengas miedo de tus miedos a lo que no conoces. Procura averiguar si es de verdad.

Andrea asiente. Le doy un beso. Ahora sonríe beatíficamente. Cierra los ojos. Parece que va a dormirse.

Me pregunto: ¿de dónde sacaría mi madre este consejo? ¿De la suya? ¿De su abuela, quizá? Mujer nacida en el campo, mamá nunca tenía miedo. Ella seguía esta pauta, comprobar qué pasaba, afrontar la situación, y me transmitió su valor…

Mi pensamiento se hunde en mis raíces, como un eslabón que me conecta a figuras ancestrales que debían luchar contra paralizantes miedos a lo desconocido.

«Gracias, mamá», digo con voz queda. Percibo su presencia.

Mi nieta entreabre unos ojos soñolientos:

— ¿Hablabas con mamá? ¿Te lo ha explicado ella, lo que me has contado?

— Sí, preciosa, me lo dijo mamá…

— ¡Pues dile que ya no tengo miedo!

Ahora, la que debe de sonreír, desde donde esté, es mi madre. Y yo con ella…


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En recuerdo de Anita Gubert i Maynou, su amor y su sensibilidad

 
 

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