Si J.C.R. tuviera alma, podría escapársele por el cráneo abierto y huir de su glándula pineal. Su ánimo pendía de la voluntad de Miguel Espinosa.
A Miguel le gustaba imaginarse marrano, descendiente de aquel Baruch Despinoza al que tanto admiraba. Decía Fichte que la filosofía que se tiene depende de la clase de persona que se es. Sin duda, la personalidad de Miguel era spinozista. Sin embargo, era Baruch el que había encontrado a Miguel.
Miguel fue un niño pobre; hijo de una lucha de clases no librada, de la extracción de la plusvalía que desafiaba todas las leyes de la física. Marx había descubierto, sin saberlo, que la humanidad era un desafío completo a la naturaleza. El capitalismo y su ley fundamental de la acumulación del capital contradecía al principio generalísimo del aumento de la entropía. El funcionamiento del capitalismo era negantrópico, porque producía acumulación en lugar de dispersión. La vida del doctor Espinosa era una contradicción a esa contradicción; una Aufhebung hegeliana, un capricho del destino.
Hijo de la miseria, devino renombrado neurocirujano por un cruel cruce de caminos. Pudo esquivar su destino de proletario sin prole gracias a un mecenazgo desconocido y macabro. Estudió medicina y de ahí se hizo carne, persona. La lectura de Damasio le llevó a Spinoza; de este al cartesianismo y al materialismo francés; a Séneca y a Marx; de Claude Bernard a Hipócrates y Aristóteles y de ahí a Gustavo Bueno y vuelta al marrano de Amsterdam.
Siempre su querido Baruch, el excomulgado, el ateo de carácter afable, sereno; alegre. El filósofo que lo eligió y que quizás lo salvó, pese a que le enseñó a no creer en el Salvador. De exquisita educación y de ánimo sereno, compartían los dos una geometría de pasiones delineada euclideanamente. Veían el mundo con la serena pasión de quien observa a la araña tejer su trampa para la mosca. Sabían que la razón nada puede contra las pasiones, pese a Descartes; solo podían geometrizar las pasiones y oponer a una pasión triste e impotente una pasión alegre y potente. Alegres ambos, pero no de una alegría exagerada, sino serena, tendentes a un contento de vivir y a aumentar la propia potencia, el propio ser.
Eran ambos personas con las que era fácil vivir, pero que a algunas personas podían llegar a dar miedo; el miedo que da la propia impotencia frente a la serenidad del dominio de sí.
El temperamento de Miguel era ya spinoziano desde niño; pero su carácter se fue fraguando ante acontecimientos que parecerían a Séneca lances para probar el propio valor. A los veinte años la vida de Miguel parecía diseñada a imagen de las casas que habitaban las masas sin rebeldía: una tras otra siempre la misma. Él y su novia hacían ya planes para casarse, tener dos o tres hijos, un miserable piso repetición de sí mismo, grasa en la frente y vuelta a empezar en otro ciclo económico de reproducción ampliada para la propagación de la fuerza de trabajo en la piel de sus propios hijos; era su lugar en el mundo, su sino; su tragoedia.
Ellos no lo sabían, y el propio Miguel tardó en saberlo, pero el mal radical kantiano, cuyo tedio existencial destrozó sus vidas, se cruzó en sus caminos. El mal radical era hijo de un alto cargo del Régimen, y su propia vida y sus actos eran imposible de comprender para nadie, ni siquiera para el mismo marqués de Sade. Disfrutaba, rodeado de otros, destrozando vidas. De niñas, de jóvenes. Como la vida de Nely, desaparecida y muerta por el absurdo, el abismo, el Abgrund heideggeriano. Si el hombre es el ser-para-la-muerte (no propia, como pensaba Heidegger, sino ajena) él era El Hombre; el verdadero Ángel de la Muerte, y no el estoico Saint-Just.
Con el paso del tiempo, Miguel recordaba el dolor de Descartes ante la muerte de su hija de apenas cinco años. El frío y racional Descartes reconocía que ese dolor le había parecido insoportable. ¿Qué sabía el pasional Pascal de dolor? ¿De qué podía quejarse, si la vida le había sonreído desde la cuna? Él, Miguel, se sentía cartesiano a fuerza de spinozista. Comprendía perfectamente el sentimiento del racionalismo; un sentimiento que a tantos parecía inhumano. Un sentimiento tan alejado de la afectación empática de un Hume, a quien podía conmover el dedo dolorido de una dama pero dejar sin efecto la miseria de la revolución industrial. Él no era empático; nadie puede meterse en la piel de otro, decía. Pero era tremendamente humano.
El Régimen no tardó en hacer compensar la desesperación, el desconsuelo y el deseo de saber y de vengar. Tapó en la cal viva del dinero y de un futuro distinto cualquier pregunta indiscreta. Ya al final, cuando los años cayeron y difuminaron el recuerdo de la amada, Miguel descubrió que el asesino respondía a las iniciales J.C.R.
Ahora, Miguel tenía en sus manos el pequeño habitáculo de aquella alma, que podía desconectar del cuerpo con un ligero corte. También podía salvar su vida. Tenía plena consciencia de sus actos y pensamientos. Se acordaba de la eutanasia procesal, de aquella idea de que el convicto de crímenes horrendos preferiría la muerte a la propia asunción de sus hechos. Los actos hacen al hombre, decían Hegel, Fichte, Sartre; decía Gustavo Bueno. Alguien como J.C.R. no es persona, y si lo es desearía morir. Todo estaba ahora en su poder.
Pero también pensaba que quizás Kant tuviera razón y que en el fondo de nuestra alma hay una conciencia moral que nos dicta si nuestra intención es buena o mala moralmente, y que ese es el faktum de la moralidad y por tanto del ser-razón. ¿Y si Aliosha Karamazov estuviera en lo cierto y todo estuviera permitido de no existir Dios?
Pero, ¿y si la venganza consumada fuera el acto más noble de todos los actos transvalorados? ¿Por qué la compasión, la debilidad, el miedo? ¿Por qué no Thanatos en vez de Eros?
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