Fue en una tienda de Vejer de la Frontera, pueblo de construcciones blancas enclavado en la cima de una robusta montaña, en donde Ángel, reparador de radios, me dijo que muchos de nuestros problemas eran causados por la “falta de irrigación”. Al comienzo no le encontré mucho sentido, pues alguna vez había leído que para “Pascal” nuestros problemas comenzaban cuando no toleramos quedarnos en nuestra habitación. De modo que durante algún tiempo quise aplicar tal tesis, aunque la verdad eso de quedarse uno encerrado dentro de cuatro paredes, aislado de la civilización, fue imposible para mí, porque, a lo sumo, lograba permanecer en mi casa un día.
En la tienda, varias radios apiladas de distintos materiales, colores y tamaños, provenientes de lugares lejanos, parecían los enfermos de un hospital, a la espera de ser intervenidas quirúrgicamente para restituirles algo de la salud que, con el correr de los años, se había menguado. Etiquetadas con su nombre y fecha de nacimiento, aguardaban silenciosas. Curiosamente, antaño, habían dejado salir de su caja de resonancia voces que no eran las suyas. Una especie de problema de identidad se podía advertir en cada radio, pues cómo era posible que durante tantos años hubieran servido de portavoz a otros y ahora estuvieran olvidados, casi a punto de ser desechadas o, en el mejor de los casos, ir a parar a manos de un coleccionista que, al menos, le limpiaría el polvo una vez a la semana. Miles de noticias, canciones, sonidos en distintos idiomas habían sido forjados en esa pequeña fábrica de circuitos ahora apagados, pero que, en otro tiempo, en su correcta disposición de cables y demás piezas, descubrieron la magia para producir palabras. Palabras, nunca reducibles a la sumatoria de los minuciosos mecanismos del aparato, que formaban un espíritu con el que los oyentes entablaban una especie de conversación, si no mental, al menos emocional, con efectos físicos de risa, llanto, odio o sobresalto. Ese fue el poder de la radio, me decía Ángel, indicándome que una de las claves estaba en un receptor de alambre que un tal Popoff habría inventado.
Por un momento me retiré del escaparate para seguir observando otros objetos de la tienda. Junto a las radios, pude observar pequeñas cajas que contenían una colección de figuras de caballeros medievales a caballo. Pintadas con motivos de mosaicos, eran fundidas en plomo, y como me lo manifestara Ángel habían atravesado el Atlántico provenientes de Argentina. Emocionado por el hallazgo, me dispuse a comprar tres de las pocas piezas que quedaban en el almacén de un lote de mil. Al acercarme de nuevo al viejo mueble que nos separaba para pagar las bellas figuras medievales, “el reparador de radios” me explicaba que entre las figuras se contaban también motivos árabes. Casi con naturalidad, de su pasión por la radio pasó a hablarme de las muchas palabras de origen árabe que ahora formaban la sustancia de la lengua castellana. En Vejer, los Árabes habían aportado mucho a la cultura con Mezquitas, comidas, usos, costumbres. Me hablaba con precisión de la invasión de éstos en el siglo VIII y de su permanencia durante varios siglos. No obstante, también me decía que con el tiempo la memoria se perdía, pues ya no se acordaba de otras fechas, y afirmaba que se esforzaba todavía por recordar las claves de algunos circuitos que le permitían reparar las radios.
“Todos los problemas se dan por falta de irrigación”, porque el cerebro se va ensombreciendo”, Ángel afirmaba mientras me miraba con sus ojos azules que resaltaban por el tenso arco que se formaba por los entrecejos de su arrugada frente. Naturalmente, el problema es por falta de flujo de sangre que luego no irriga al cerebro y por eso pierde la energía necesaria que le permita recordar las cosas o, dicho de otro modo, por un exceso de taponamiento de las arterias que impiden el paso de oxígeno. La ciudad también pierde su memoria, deja de ser leída no por falta de símbolos, sino por un exceso de éstos que taponan y abarrotan el sentido que, en su sobreabundancia y ambigüedad, ya no dicen nada. El esplendor de una ciudad va menguando al no mantener al día su sistema de drenaje, al no ajustar su desarrollo urbano al crecimiento del gran animal que terminará por colapsar en virtud de una especie de superinflación que experimenta su corazón. A lo mejor el problema de las radios de Ángel también dice relación con la falta de irrigación.
Mientras me despedía de Ángel, pensaba que si la vida alguna vez fue explicada como una pila de energía, a lo mejor lo que le faltaba a esos aparatos era hacerles pasar por sus circuitos algo de energía, algo así como la sangre y el oxígeno al cerebro. De camino a Cádiz, la capital, mientras veía extensiones de trigo y de gigantescas veletas movidas por el poder del viento aplicaba la fórmula que Ángel me había sabido vender junto con las figurillas de plomo: “el problema es falta de irrigación”. Por supuesto, dije dentro de mí, pues ¿qué sería de la tierra y las cosechas si no fueran regadas por el agua y qué función cumplirían las aspas de las veletas sin la energía inyectada por las ráfagas de viento? Pensé también que el problema de la vida es un problema de falta de circulación, es decir, de irrigación, de flujo, de circulación. Lo que quiere decir que el problema es de fijación de imágenes del pasado, el problema es el de congelamiento, cristalización, sedimentación. Las radios que Ángel tenía apiladas en su almacén padecían de falta de irrigación, de corriente, de flujos eléctricos.
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