Un segundo fue todo el tiempo que necesitó Victoria Domenech para decidir.

Una semana antes jamás habría pensado que podría bajarse del taxi que apestaba a comida china, o que podría entrar en el aparthotel Atenea, un miércoles por la noche, cuando la vida por las calles de Barcelona seguía encendida.

Cualquiera que la viera pensaría que Victoria paseaba por el estrecho lobby en busca de la fiesta de Halloween que habían anunciado por la radio. La misma fiesta que todos sus compañeros de trabajo habían jurado que “no irían ni de coña”. Sin embargo, allí estaba ella, con sus ojos azul claros fijos en un cartel de calabazas animadas.

Cualquier otro día, Victoria jamás hubiese estado allí.

Pero era ese día.

Lástima que Victoria no iba a la fiesta, ni tenía intenciones de socializar. Ella sólo quería saciar una necesidad que la venía atormentando desde hacía varios días, incluso meses. Y si bien la voz de su abuela todavía retumbaba en su mente, reforzando principios conservadores, una semana antes, cuando habían pronunciado a Victoria como muerta en la sala del quirófano, sobre todo, cuando su corazón había despertado contra todo pronóstico, Victoria se había dado cuenta de lo verdaderamente inútiles que eran los límites que ella misma se había impuesto.

Ella no era así.

Victoria quería más.

Pero entre la necesidad de pagar el alquiler, hacer amigos, complacer a sus padres, ella se había olvidado de lo que necesitaba.

“Tú!” Gritó el vigilante del hotel, expulsando a Victoria de sus pensamientos, mientras se acercaba a ella a una velocidad endemoniada, “No se admiten callejeros aquí. Tienes que marcharte o llamaré a la policía.”

Victoria se giró lentamente, imitando los movimientos de una pantera, imaginándose que su atuendo compuesto de un jersey ancho y un chándal la hacían ver como una vagabunda. “Si llama a la policía quedará en ridículo.”

“¿Cómo?” Preguntó enrojecido.

Victoria levantó el dedo índice. “Primero, si fuese una callejera, no estaría en el punto con más visibilidad del lobby para ser fácil de encontrar. Más bien, me esfumaría para evitar a vigilantes ineptos.” Luego, Victoria hizo un gesto vulgar para contar el segundo punto. “Finalmente, ve el pequeño bulto en mi pantalón, ¿Quisiera un poco de marihuana?”

El vigilante permaneció boquiabierto por unos segundos, a la vez que intentaba balbucear una respuesta.

Victoria levantó su palma en señal de stop. “Era mentira, querido vigilante. Sólo tengo pintalabios, pero creo que había venta de marihuana por L’Hospitalet, si le interesa.”

Con la misma cara de confusión, el vigilante empezó a alejarse, no sin antes comentar en voz baja. “Usted lo que está es loca.”

“No loca, lo siguiente.”

Cuando el vigilante se alejó lo suficiente, Victoria tocó el bulto sobre su muslo. Claramente no era un pintalabios, ni marihuana, ni había una venta en L’Hospitalet. Pero ella necesitaba practicar el arte de mentir si quería liberarse de las ataduras de su vida mundana.

Desde la temprana edad de dieciséis, Victoria había entendido que le apasionaba el piano, y aunque hubiese asistido a clases toda su vida, para su madre, esta pasión no era más que un pasatiempo.

¿Cómo se podía describir algo tan abstracto como el amor a la música, como la fe de un monje tibetano, a una persona que se había dejado definir por la sociedad?

Y así, aunque su niña interna había gritado durante todo el camino, Victoria había sucumbido a la presión de su madre, refugiándose en sus estudios en Cambridge, y en la firma de abogados que su padre le había recomendado. Para dedicar el día a día a ahorrar lo suficiente para dedicarse a la música. Y luego…

Luego Victoria sería feliz.

El problema es que la furgoneta que atropelló el coche de Victoria por la Avenida Ganduxer, o los chicos que la conducían, que apenas tenían suficiente edad para besar y mucho menos para beber, no les importó que Victoria todavía no había obtenido su felicidad, y mucho menos que su vida se iba a acabar. Una vida llena de búsqueda.

Una vida vacía.

Y al quirófano entró de emergencias una abogada, que evitaba la butifarra porque le recordaba a su operación del apéndice, y que solía bañarse con chanclas, porque opinaba que los gérmenes la querían asesinar.

Al salir, sólo quedó una mujer aterrada. No por haber estado al umbral de la muerte. Lo que le aterraba era que en ese último minuto, no había visto nada. Por más excelente que había sido su existencia, sería otra más en el pasar de los años. Y cuando la gente fuese a llorar frente a su tumba, ¿Llorarían por ella o por los sueños que también habían muerto?

Por eso, ese 31 de octubre, Victoria esperaba en el Atenea y con cada minuto, el corazón se le aceleraba, y las rodillas le temblaban, en respuesta a miedo. O excitación.

“¿Victoria?”

Una voz capaz de calentar a una monja preguntó desde su espalda. Cualquier otra mujer hubiese muerto ante la insinuación del tono de aquel hombre. Pero Victoria… ella sólo pudo alcanzar a sentir decepción.

Después de todo, aquel hombre no era EL.

“Soy yo,” respondió Victoria, mientras espiaba al desconocido de reojo.

Como el perfil de la página web, tenía ojos azul marino, bordeados por la cantidad exacta de cejas y pestañas para dar la doble impresión de que era un niño sincero y que le gustaba jugar, que contrastaban con su cabello castaño al corte militar y con su tez bronceada. Si Victoria se descuidaba, podría pensar que acababa de llegar el Ken de la Barbie, completo con unos pantalones khaki y un jersey del mismo tono que sus ojos.

“¿Estás lista?” Las cejas de Ken se habían fruncido, mientras jugueteaba con la llave de una de las habitaciones.

Sin una palabra, Victoria y Ken subieron hasta la tercera planta, cruzando los pasillos alfombrados hasta llegar a la habitación que les correspondía. Dentro, una cama queen los esperaba, con dos diminutas mesas de madera a cada lado.

“Emm..,” dijo Victoria, tratando de recordar el nombre del chico. Después de unos instantes, se rindió con un suspiro. “¿Me dejas ver los análisis?”

Inmediatamente, Ken cogió su billetero de cuero, entregando los papeles a Victoria, y ésta los estudió para asegurarse que todo estuviese en orden.

Después de revisar la autenticidad y los resultados favorables, Victoria lo dejó caer, colocando a su lado su móvil silenciado, e inmediatamente se quitó el jersey, revelando el sostén negro de encaje que abrazaban sus pechos firmes.

Ken quedó paralizado, su boca inmensa mientras estudiaba a Victoria. “No sabía… no sabía que eras tan hermosa.”

Pero a Victoria no le interesaba lo que sabía o no sabía Ken. Este momento se trataba de ella. Y sobre todo, de EL.

“Apaga la luz,” Ordenó Victoria.

“¿Por qué?” Los ojos de Ken se iluminaron con hambre. “¿Es… es tu primera vez haciendo esto?”

Victoria casi vomitó en respuesta, la necesidad de girarse… de borrar la existencia de Ken, consumiéndola. “Sí. Y quiero que lo hagamos a mi manera.”

“Entendido.”

En un segundo, la oscuridad y tensión devoraron el cuarto mientras ella esperaba una caricia, un beso. Mientras lo esperaba a EL.

“Voy a empezar lentamente,” Interrumpió Ken, enviando fuego por las venas de Victoria. ¿Acaso no se daba cuenta que a ella no le interesaba que él estuviese en esa habitación?

“Deja de hablar,” le cortó Victoria, cruzando la distancia que los separaba. “Bésame.”

No hubo espera.

Sus labios se fusionaron, dando la ilusión a Victoria que sólo estaban EL y ella en aquella habitación, ese refugio. Todas las características físicas de Ken correspondían a como Victoria imaginaba a EL, desde sus labios carnosos hasta el calzado talla 42.

EL no era un hombre, si acaso era masculino. Era mucho más que eso. Era un alma que vibraba en la misma frecuencia que la de Victoria, era la melodía que la había acompañado en los meses en que se descubría a sí misma. EL era la respuesta a una pregunta que Victoria ni siquiera sabía que se estaba preguntando.

¿Era Victoria feliz?

Y la respuesta no era un simple sí o no, era la personalidad más profunda, aterradora, hipnotizante y frustrante. Todo a la misma vez. Porque así era entre EL y Victoria. Ella lo quería todo con EL y al mismo tiempo no quería nada.

En el momento de la penetración, Victoria exhaló todos sus pesares, los arrepentimientos, las frustraciones. Allí estaba ella, fundida a su propio fantasma de la ópera, con su maestro de piano, su igual… su todo.

Y nadie entendería porque Victoria necesitaba ese momento. Pensarían que estaba loca, como todas las otras veces en que ella había afirmado que lo único que quería era el piano, la creación. Pero nunca se había sentido tan cuerda, tan poderosa.

Mientras aquel hombre movía sus caderas una y otra vez, Victoria clavando sus uñas en sus hombros firmes, sintiendo sus respiraciones contra la tierna piel de su cuello, por primera vez había mandado al carajo sus compromisos, sus obligaciones.

Victoria se escogía a sí misma. Nadie existía sino ella y EL en ese instante, que parecía eterno y corto a la vez.

Al terminar Victoria se encontraba en otro mundo. En ese mismo sitio al que iba cuando sus manos creaban música, o cuando hablaba con EL. Había sido el momento más glorioso y gratificante que había tenido Victoria. Y ella sabía, que aunque muriese mañana, este acto lo vería en ese último minuto.

Y sonreiría.

“Perdona,” Ken balbuceó, probablemente con miedo a que Victoria volviese a callarlo, “Perdona, es que me tengo que ir.”

Con un largo suspiro, Victoria volvió a ese cuarto de hotel, al mundo. «No hay problema.” Acto seguido, Victoria encendió la luz, procurando mirar a cualquier lado excepto a Ken. Luego apuntó hacía su pantalón. “Dentro del bolsillo está el sobre con el dinero.”

“Bueno…,” Ken cogió el sobre, contando el dinero antes de marcharse. “Adeu.”

Cuando el perfume de Ken no era más que una simple memoria, Victoria se regaló una hora más sobre la cama, abrazando sus rodillas como un amante, imaginando qué estaría haciendo, hablando, sintiendo, si EL estuviese allí. ¿La abrazaría? ¿Se encerraría en una fortaleza o saldría de su escondite, como en esas largas conversaciones de tres de la mañana?

Con un abrir y cerrar de ojos, Victoria cogió su teléfono, el cual llevaba parpadeando incesantemente desde hacía dos horas. Claramente ella era capaz de escapar del mundo real, pero el mundo no podía prescindir de ella.

Dios mío, pensó Victoria, mientras contestaba la conversación con su madre, asegurándole que se encontraba bien y que saldría del trabajo en media hora, un gusano de remordimiento mordiendo su conciencia.

Un gusano que se convirtió en serpiente cuando Victoria abrió la conversación de Xavi, el hombre con el que ella vivía desde hacía tres meses, el que tenía intenciones de casarse con ella, el que quería que sus hijas fuesen tan guapas como Victoria.

En largos textos, Xavi contaba a Victoria todo lo que había hecho en su día como veterinario, cómo le había ido en la extracción de un cáncer fatal de una poodle que él conocía desde que no era más grande que el tamaño de sus manos.

Pero el mensaje que verdaderamente la paralizó, fue el último de todos.

“Te amo. ¿Lo sabías?”

Cualquier otro día, Victoria se hubiese apresurado a decirle que ella lo amaba mil veces más, por no decir un millón. Pero… no pudo. Sobre todo porque vio la siguiente conversación y cualquier semblante de moralidad la abandonó, la serpiente muerta en el suelo..

“¿Estás lista para la próxima lección?”

EL.

Un segundo fue todo el tiempo que necesitó Victoria Domenech para decidir.

“Sí.”

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