Resultado de imagen de imagenes de brasasEstaba sentado a la mesa. La escasa luz de la estancia no dejaba distinguir el aspecto de la vajilla, corriente y anodina. Sobre el mantel deslucido, platos y cubiertos ponían de manifiesto la condición humilde del hogar. En la chimenea, el crujir de la leña, abrazada por unas llamas ascendentes, derramaba un resplandor misterioso. Flotaba en el aire una mezcla de fragancias que pretendían impacientar al chico. Antonio tenía hambre y se retorcía sobre la silla. Su mirada deambulaba: a la izquierda el pan de maíz recién hecho, en el centro la ensalada de tomate con pepino, salpicada de migajas de bacalao brotando de los trozos rojos regados por aceite. Una botella de vino y una jarra de agua acompañaban el sustento. Y, ese perfume delicioso a ajo y a hierbabuena del plato que aún no veía pero que pronto su paladar cataría y que la mujer guardaba en la cocina al calor de la lumbre, unas migas con chorizo. No pudo mantener por más tiempo las manos quietas. Lentamente, sigilosamente, aguantando la respiración, como un ladrón a punto de sustraer la joya de sus sueños y, mirando fijamente la espalda de su madre, avanzo el brazo. Antonio parpadeo. El apetito le excitaba. Si no aparecía pronto su padre los olores de la leña, del pan, de las migas domingueras y de los boniatos asados sobre las brasas que ahora miraba de reojo, lo absorberían, lo engullirían por completo. Su mano estaba casi acariciando un pedacito de tomate que parecía estar esperando el roce de su piel, cuando una voz dulce pero firme freno su arrebato.

-¡Quieto niño! ¡No sin tu padre sentado, entonces comeremos todos!-

Alguien rozó al anciano erguido en el centro de la acera. ¿Qué estaría observando, mirando ávidamente las ventanas del edificio y respirando ruidosamente por la nariz como si se le fuera la vida?

-¿Se encuentra Usted. bien?- le pregunto alguien que salía del portal delante del cual estaba inmovilizado.

Se había roto la magia, Antonio volvía a la realidad. Bajó los ojos y asintió con la cabeza.

-¿Qué? Sí, sí,- Con un dedo, casi a hurtadillas, aparto unas lágrimas. -Acaban de visitarme algunos duendes de mi niñez, y…. Bueno, gracias-

Una sonrisa melancólica apareció en sus labios y lentamente, como si le doliera, reanudó su camino intentando recordar quien había dicho o escrito que “el recuerdo es el perfume del alma” (1) y uno de los alimentos más sabrosos de la vida.

(1)George Sand. FIN

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