-¡Avisa al resto! La niña está en la ventana-.

Antes de que el miedo horadara la historia e hiciera uso de su talento como aviador, Diego Madrid, –después de abrir ansioso los codos entre la muchedumbre abarrotando la entrada, caer la chapela de jugar al ajedrez y haber empolvado los escalones a zancadas con la arena subida por la mandíbula del coche- empujó súbito la puerta con esperanza de encontrar a Dolores recogida entre sus nuevos hermanos.

-Eso es que por fin le han reventado los huesos-.

Pero no tuvo más hijos y solo halló una cola de gata vieja. Solo, un cadáver reciente sobre la cama desde que atravesara el puente antiguo del extrarradio. Y sola, una muchacha aún sin pecho, con mirada al exterior y repelidos dientes, que le hablaría aquella turca noche en que encontró la muerte y el amor lidiar el mismo espacio, de todas las peripecias con su madre, todo lo aprendido como actriz con su mentora; que lo miraría por vez primera sin delatar absolutamente nada, cuidando cada gesto solemnemente, y amaría hasta el inicio de la guerra.

-¡La Duquesa la ha palmado! Es lo más seguro-.

Un albo velo, ya de fantasma, ondulaba sobre la anciana silueta independientemente del viento en aquella alcoba. No había pared en que no se recordara fotográficamente uno de sus grandes papeles como actriz: Un elenco de jovencísimos actores promesa sonreía en blanco y negro; el director de Las joyas de la Duquesa, su salto al estrellato, señalaba con el dedo el próximo lugar de rodaje bajo su propia firma y dedicatoria, los alrededores de la pirámide de Chichén Itzá. Máscaras tribales y todo tipo de sombreros ocultaban el resto de la madera.

-Teresita sigue sin moverse. La pobre lleva así toda la mañana-.

La ventana del ático abría en el lomo de un felino para los átomos y, junto a ella, parte de la luz amarilleaba la falda de la serena adolescente que escuchaba impertérrita las preocupadas conjeturas en torno al destartalado y musgoso coche, abandonado abierto en mitad de la calle, en que se habría traído Diego durante cientos de kilómetros sin rebasar el límite de velocidad. Para ella, el mundo tras aquella cámara de niebla tenía la forma de un árbol lleno de tórtolas.

-¿El que ha entrado es el nuevo médico?-.

A aquel muchacho le gustaba hacer de rogar las victorias inminentes, preparar la explicación solo al oponente digno y esperar calladamente del contrario su determinación de rendirse. Aplicaba el don estratega y predictivo, que le haría escalar rangos en el ejército, a la vida diaria, como un jardinero acicalaría las rosas de su propio hogar. Decía muy serio que era su inteligencia, y no la juventud, la que le había privado de las bruces y derrotas de la vida. Sus rivales más conocidos sabían que una amenaza de mate sobrevolaba el tablero cuando se mordía la moneda con los labios, jugueteaba con sus rizos negros y dejaba pasar el reloj. En plena preparación para las finales nacionales, la noticia de su madre, que llegó por la mañana al teléfono de la recepción del club La Torre en mitad de una partida interminable, le abrió la boca dejando caer al pecho su moneda y el auricular. Se limitó a abrirse unos segundos al escalofrío que lo sobrecogía quieto, volver pausadamente, anotar la última posición con su pluma y decirle a su contrincante: “mate en tres”, justo antes de abandonar aquel salón para siempre. No volvería a tocar la dama.

-Deberíamos hacer algo-.

En el abrasado afuera por el incipiente verano, cada vez más gente aguardaba que alguien confirmara los rumores acerca de una exótica enfermedad ósea que habría contraído quien fuera la pionera del cine nacional –Lola, para familiares; La Duquesa Dolores, para los vecinos-, en alguna de sus muchas promociones por el mundo. Iba y venía como una monarca, de flor en flor según los aires, pero tanto era el fervor que despertaba y tan intensas sus cortas estancias en su pueblo natal, que se decidió levantar unánimemente, cerca de la plaza, el primer teatro de la provincia de Comicios en su honor. De cada ciudad atesoraba una moneda -la memoria de un café, un amante más allá del Atlántico, un paseo en dromedario… como ella contaba en sus entrevistas- que inocentemente escondía en un cofre rojo terciopelo bajo el colchón de plumas que por entonces sostenía su pequeño desierto en vilo.

-A ver si va a ser contagiosa y por eso se encierra-.

Tanto echaban de menos su visita y alegría en cada calle transitada hacia la tahona, cuando el alba palidecía y enjugaba las plumas a los gallos más sucios y madrugadores, cuando usaban las flores esa primera vida para girarse y contemplarla, que los habitantes de San Cristóbal de las Musas acordaron, en reunión extraordinaria y secreta convocada por el alcalde, hacer guardia relevada frente a la casa con el jardín más blanco y húmedo de alrededores, hasta que su ayudante, Teresita, –su voz abalconada hasta ese día cansada de ahuyentar a los intrusos- anunciara o una muerte prematura o una pronta recuperación.

-Esta niña de siempre ha sido muy extraña-.

Se trataba de una hermosa lágrima en el valle, sobrina de panadera. Cuando apareció por Las Musas, de la nada como ángel o espíritu, pasaba en silencio misterioso entre las piedras y mentiras que los niños despedían desde las ramas que empezaron a colmar las tórtolas, pasados los años, a medida que crecían y veían su belleza con ojos de cortejo. La odiaban porque nunca fue al colegio y no sufría en las venas de la mano la picadura persistente de madera que Don Gregorio dedicaba, a los estudiantes más perdidos, con su regla o despertador –como él decía-. La niña no se despegaría de Dolores desde el día de verano en que la encontró comiendo pan en el bordillo que separaba la calzada de la panadería, roja de heridas de indiferencia que no parecían disgustarla, viendo pasar los caballos con las migas en la boca, sacudiendo dignamente su primer vestido. “¿Te gustaría ser actriz?” le preguntó La Duquesa. “Pregunta a mi tita, que me cuida porque mis padres así lo quieren. ¿Te gusta el pan?” respondió mientras ofrecía su almuerzo a Lola.

-A lo mejor también la chiquilla se ha muerto de pie…-

“Dolores…” preguntó recién llegado el fatigado aliento también oro como las arcillas del pueblo. Pero silencio de unción… mientras el sudor virgen hacía barro en los rieles de la piel morena y los oscuros bigotes seguían dormitando los pies de la mecedora… silencio.

-Por favor- dijo el joven.

-Ya es tarde, pero ahí está- le contestó la muchacha sin dejar de mirar el cristal y sin inmutarse.

-¿Quién eres?-.

-Quien te ha llamado hace unas… horas- respondió en dos tiempos, al ver que tenía los mismos ojos verdes de su madre-. Aún vivía y me hizo saber de ti. Llamé a la inclusa, a casa de los Villalba y a tu club de ajedrez.

-No sé qué hacer- dijo tras un silencio en que vio su piel iluminada por la tarde.

-Toda esta gente está aquí por interés. Han vigilado esta casa noche y día esperando algo y no han visto nada. Ahora registran el coche en el que te has traído-.

-En realidad es una desconocida para mí… no hay nada. ¿Se sabe algo del padre?-.

-Fue director de cine. Ya murió- ratificó un silencio que Teresa arrugó con rabia contenida en la falda de su tercer vestido.

-¿Y sabes por qué…?-.

-Tenía dieciséis –interrumpió-. La hubieran matado con su sueño-.

Después de estas palabras, Diego Madrid se acercó olvidando sereno la presencia entre las tablas y crujidos -los ojos eran solo aquel lecho moteado de sangre- y sostuvo la mano colgante y anciana que le amó, por última vez, en esa misma habitación haría unos veinte años, ágil y suave, poco antes de abandonarse en un cestillo de esparto inmaduro verde, a la puerta de la inclusa, junto a una medalla colgando un águila y una serpiente y un nombre rugoso que mantuvo su familia de acogida. Creció Madrid entre Villalbas. Aprendió a despellejar cebollas y pelar patatas, a varear los olivos sin aceitunas, a hacer la cama vez tras vez, a cantar el himno del país que no tardaría en cambiar, a saludar la bandera cada albor imitando inconscientemente al padre que conoció. Aprendió de un lado de la historia, el arte de los museos de la guerra. Desde muy niño sabía que quería ser piloto, que su apellido, además, no concordaba en tiempo y persona con el de sus padres y aceptó, con parsimonia, la angosta espera que arrastraría hasta el día en que Teresa lo llamó en el cénit de su carrera ajedrecística. Tuvo su anhelada caricia en el pómulo izquierdo y no le importó la escarcha entre las uñas, el desconcierto de lo extraño que hubiera sido ser criado por una actriz amante de las aventuras, los murmullos preocupados desde el patio de flores marchitas cada vez más grises a la par que los huesos; tampoco, el intenso hedor que se le haría inolvidable y que recordaría, como el día en que conoció el amor y dolor habitar el mismo espacio, momentos antes de ser derribada su avioneta y hacerse restos de combate en los que nunca encontraron una moneda de cinco pesos mexicanos.

Fue su primera derrota.

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