El miedo entro por mi puerta.
Se sentó junto a mí en la cama y rasgó con sus uñas afiladas el espacio vacío del lado izquierdo de mi vida.
Rasgó tan fuerte hasta sacar el agua salada de mi ser.
Y me desborde.
Así como se desbordan los ríos y mojan los campos.
Me levanté con el corazón en los labios.
Escuché el sonido de cristal rompiendo.
Eran formas de mi alma partiéndose en pedazos.
Estaba ahí, desarmada por mi vulnerabilidad.
Imágenes vinieron a mi mente, y con ellas las palabras que leí de Leonora Carrington, alguna vez: “la desintegración es una dicha, es un disparate ser sólido.”
Desintegrarme y disolverme.
Recogí los pedazos y los guardé en mi cofre de estrellas.
Por días deambule sin alma.
Mis ojos apagaron la luz.
Adentro ya no crecían las flores.
Afuera solo llovía, y yo, ya no era tierra fértil.
Cerré los ojos y me busqué.
Podía escuchar ecos de mi ahí dentro.
Adentro el cielo seguía pintándose de azul.
Las nubes pintaban acuarelas con la luz del sol.
Las aves no cesaban de cantarle al viento.
La luna iluminaba tan radiante.
Tanto que me miraba vigilante, bella, toda ella, vestida de rosa.
Ahí estaba yo, contemplando todo.
El sonido de las olas del mar seguía adentro.
Aún me encontraba recostada en esa colina a la orilla del mar.
La cual anclé en mi memoria para recurrir a la calma.
Aún existía ese atardecer.
Aún contenía el mundo dentro.
Me preguntaba, ¿cómo era que todo eso seguía aquí?
¿No se supone que caminaba con un hueco en el pecho?
Entonces, comprendí.
Nuestra alma es inconmensurable e infinita.
Aunque partes se rompan, siempre buscará la manera de regenerarse y resurgir.
Y, si “todos esos monstruos debajo de la cama se cuelan en tus sueños tan rápido”, te tienes a ti, tu parte original.
Fe.
Ten fe.
Seguirás siendo profundamente tú.
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