Soy el Dr. Philip Zderic y centre casi toda mi vida al estudio de la nanobiotecnología. Con la suerte de provenir de una familia altamente adinerada, fundé y dirigí mi propio centro privado de investigación. Dediqué el tiempo que disponía en luchar contra enfermedades terminales, contraté un pequeño equipo de ayudantes con el que tratábamos los casos más extremos, una ardua tarea llena de innumerables fracasos a excepción de un solo caso, y ese es el caso de la paciente sesenta y dos.

Samara Monroe, una mujer de cuarenta y siete años con cáncer terminal, no tenía familia, su estado era crítico cuando la trasladaron a nuestro centro, sus ojos estaban apagados, presentaba una severa desnutrición, dificultad para moverse, en su cara pálida se reflejaba un cansancio constante . Que siguiera respirando era claramente un milagro.

Por aquel entonces trabajábamos con un ensayo clínico de nanobots fabricados con células madre, creamos estos nanobots creyendo que ayudarían a eliminar las células cancerosas y que a su vez repararían los tejidos dañados. Aunque avanzamos mucho desde los primeros prototipos nunca antes habíamos conseguido un resultado positivo. Y estábamos convencido de con Samara no sería distinto. No obstante decidimos intentarlo.

Nos disponíamos a inyectarle el tratamiento, su corazón latía con mucha debilidad, había perdido el conocimiento, su cuerpo lo cubría un sudor frío que empapaba las sábanas. Una vez que le introducimos los nanobots no experimentó ningún cambio, como el resto de sujetos no presentó ninguna mejora, la observamos hasta que finalmente murió. Horas después de su muerte me fui a casa, estaba exhausto, me acosté en el sofá y me quede dormido.

El ruido del teléfono me despertó. “Señor, la paciente sesenta y dos ha dado un grito” decía uno de mis ayudantes exaltado. Corrí para allá, cuando llegue la paciente sesenta y dos estaba inconsciente pero respiraba, su corazón volvía a latir, la trasladamos a una habitación aislada para su observación. Pocas horas después abrió los ojos, carraspeó y empezó a balbucear sin articular palabra, sus movimientos empezaban a ser más ágiles, su rostro iba recuperado la vitalidad, su estado no hacía más que mejorar. Todo el equipo estaba pletórico, era una indiscutible victoria. Seguimos trabajando con el mismo método, aplicamos la misma dosis con todos los demás pacientes pero fue en vano. Tras semanas de observación, Samara, ya hablaba perfectamente, su peso aumentó saludablemente, sus músculos parecían fuertes, las cicatrices, las estrías, las varices, incluso los lunares se habían desvanecido de su cuerpo, su aspecto era como el de una chica de veinte años,de algún modo, lo que le introducimos le devolvió la juventud. Le haciamos constantes análisis, su sangre era normal a pesar de su color anaranjado, hacíamos pruebas, yo mismo le hice un corte con el escalpelo, quería comprobar su nivel de cicatrización, ella gritaba de dolor pero fue asombroso, en cuestión de minutos dejo de sangrar y la herida desapareció sin dejar marca. Al principio, Samara, se mostró colaboradora, pero empezó a agobiarse, ansiaba salir de la habitación y empezar con la nueva vida que se le había otorgado, ella era un espécimen único, algo nuevo que merecía ser investigado. No podía dejar que una oportunidad así se nos fuera.

Nos reunimos para saber que hacer con ella, una parte del equipo sentían compasión hacia la mujer, querían dejarla marchar, otros, en los que me incluyo conservábamos la necesidad de continuar con la investigación. Tras exponer todos los argumentos posibles llegamos a la conclusión que lo más beneficioso sería satisfacer nuestra curiosidad científica experimentando con ella su capacidad de curación ignorado las normas de la ética.

La paciente sesenta y dos se negó a seguir colaborando, no aguantaba más estar encerrada, ni los análisis, ni las pruebas. No nos dió otra solución, mis ayudantes la inmovilizaron mientras yo le inyecte una gran cantidad de un poderoso sedante, cayó rendida, mis ayudantes la subieron a la cama y mientras la ataban el efecto del sedante había concluído, las sustancias químicas solo le afectaba durante muy corto periodo de tiempo, las anestesias apenas duraban unos segundos, me fascinaba esta capacidad, decidí suministrarle distintos tipos de venenos, con todos experimentó dolor, pero lentamente se iba recuperando. La contagiamos con enfermedades aún incurables como el Sida pero su sangre seguía inmaculada. Luego empezamos a provocarle fracturas de huesos a hacerle cortes por todo el cuerpo, por la cara, incluso por los ojos, ella gritaba desesperada, suplicaba la muerte, algo que parecía lejos de su alcance, y del nuestro, sus heridas se cerraban, sus huesos soldaban una y otra vez, no importaba donde le cortaras, ni que se desangraba hasta desmayarse, ella volvía de alguna manera, incluso al mutilarle algún miembro de su cuerpo este se regeneraba lentamente, esa mujer tenía la clave de la inmortalidad. Le sacabamos sangre constantemente, algunos de mis ayudantes sentían lástima de lo que le estábamos haciendo con aquella mujer, tal era mi locura por explorar sus límites que incluso llegue a dispararle en el cráneo, cayó en coma durante un día, expulsó la bala de la cabeza y el agujero simplemente desapareció y despertó como si nada. Barajaba la posibilidad de que si conseguía replicar los resultados podría usarla el ejército para sus soldados. Seguí experimentando, tanto con el tratamiento de los nanobots, como hacer transfusiones de la sangre de la paciente sesenta y dos a los demás pacientes terminales, todos los resultados fueron negativos. Admito que me obsesione con el asunto, apenas dormía, apenas comía, solo estudiaba alternativas para conseguir, los mismos resultados, cada paso que daba me llevaba a otro fracaso, no avanzabamos en nada. La locura no solo me afecto a mi, la tortura diaria de aquella mujer llevó a mi equipo a un abismo de demencia, algunos se pusieron en mi contra, “hace tiempo que todos nosotros atravesamos la raya de la inhumanidad.” Les gritaba. Uno de mis ayudantes no lo soportó más y se suicidó, se agredían unos a otros, incluso me agredían a mi. Tuve que despedirlos, deje de atender a pacientes nuevos. Me quedé solo con la paciente sesenta y dos, me encontraba en la habitación, ella estaba desnuda sobre la cama no tenía ni un solo rasguño, mantenía el cuerpo y el rostro de la joven de veinte años en la que se convirtió, tenía la mirada perdida, le raje en el pecho, ella no gritó, hacía tiempo que gritaba, le abrí las costillas mientras permanecía con ese silencio mortal, veía su corazón latía tranquilamente, como lo haría un corazón inmortal, me senté a su lado y miraba hipnotizado como se desvanecía esa enorme herida que le acababa de hacer. Observaba la desnudez de su cuerpo, como los poetas observan la Luna, como algo bello e inalcanzable.

El ruido de cristales rompiéndose me sacaron de mi trance, oía gritos en por los pasillos, salí de la habitación. un olor fuerte a gasolina me abofeteó y vi a uno de mis viejos ayudantes como encendía una cerilla. Con suerte me encontraba situado al lado de una salida de emergencia, el edificio ardió por completo, con todo lo que había en su interior; Las investigaciones, los avance. incluso Samara, no quedó rastro de ella, no sé si escapó, no sé si su cuerpo fue incinerado por completo y sin dejar rastro. Fui consciente de las barbaridades que cometí. Confesé mis actos, pero nadie me creía y todas las pruebas se quemaron con el edificio, la consciencia me atormentaba, perdí la cordura y mis inútiles intentos de suicidio fueron los que me trajeron hasta las puertas de este hospital psiquiátrico.

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