En plena crisis de los cuarenta las probabilidades de quedarse embarazada se acercaban a cero. Una posibilidad entre cuatro millones. Y sin embargo poco tiempo después dio a luz a un precioso bebé de lustroso cabello castaño y ojos avellana, que desde el primer instante en que pisó nuestro mundo ya desprendía fortaleza y vitalidad. Parecía que el destino se había encaprichado con él, abriéndole todas las puertas posibles. Inmediatamente aprendió a caminar, y casi al instante a corretear. Era un jugador nato, y todos los críos de su edad querían enfrentarse a él para derrotarlo y demostrar su valía, pero era en vano. Estaba verdaderamente orgullosa de su retoño. Como toda madre siente, el tiempo pasó demasiado rápido para su gusto. El cuerpo crecía y crecía a pasos agigantados. Pronto dejó de corretear a sus pies para verlo cerca de las rodillas, “segundos” después lo tenía a la altura de los ojos, y en un momento ya la había superado. Inmediatamente vino la pubertad, los nuevos intereses, la rebeldía propia de la edad, el mal carácter de su pequeño (para disgusto de su hijo nunca dejaría de pensar así de él)… Y con todo ello la distancia y la certeza de que pronto tendría la necesidad de abandonar el nido, de formar su propia familia y construir una nueva vida. Pero conociéndolo, probablemente nunca tuviera el valor de hacerlo. Si por él fuera, se rió internamente, a pesar de ponerse tan gallito, se quedaría para siempre acurrucado en el hueco que se formaba entre su mandíbula y el cuello, sintiéndose seguro. Y ella, por mucho que deseara que su bebé no creciera más, que se quedara para siempre con ella, no podía permitir que por miedo o cobardía su hijo se perdiera la mitad de su vida. Por este motivo, el día en que el joven regresó a casa después de haber desaparecido durante más de tres semanas sin decir una palabra, sin haber dado señales de vida en ningún momento, su madre decidió que era suficiente. Sin mediar palabra obligó a su hijo a dar media vuelta y volver por donde había venido. Ya no era bienvenido. Durante mucho tiempo los hombros caídos y los trompicones de su andar, así como la expresión herida y abandonada de sus ojos al sentirse repudiado por su propia madre la perseguirían en sueños.

Sin embargo la vida continuó. A su alrededor sus amigas y hermanas tenían hijos, los criaban, éstos crecían. Extrañaba a su hijo. Y un día sintió en su corazón que debía cambiar de aires, la brisa estacional se lo susurraba al oído. Avisó a sus camaradas, y éstas la acompañaron en su travesía. Dijeron que se debía a que la querían demasiado y su ausencia las entristecería. En su interior la verdadera razón se retorcía como un amargo recordatorio: dependían de ella para conseguir el alimento. Ella lo sabía y las demás eran conscientes de su situación. En aquellos momentos era la única que sabía qué, cómo y cuándo hacer las cosas, cómo gestionar la “economía de la casa” para que se pudiera vivir.

La tercera noche de viaje hicieron un alto en una zona conocida a la que ya habían ido en numerosas ocasiones. Mientras las demás aún dormían ella decidió aprovechar la traviesa luz que comenzaba a asomarse por el horizonte para dar una vuelta. Había tenido una pesadilla y deseaba despejarse antes de reemprender la travesía. Hasta que un doloroso grito surgió entre la maleza. No. Corrió desesperada hasta el origen de semejante agonía acústica. No. Su piel se enzarzaba con los matorrales, abriendo heridas. No. Aunque quizá la herida más dolorosa fueran los aullidos que escuchaba, que se clavaban como dagas afiladas en su corazón. NO. Sus latidos se detuvieron, un agudo pitido taponó sus oídos, todo a su alrededor dejó de tener sentido cuando una bandada de aves levantó el vuelo a su llegada, permitiéndole ver el macabro espectáculo que estaba desarrollándose.

Frente a ella estaba su hijo, moribundo, siendo despojado de toda su piel delante de sus ojos. Unos matones lo rodeaban. A pesar de ser más pequeños que él contaban con la ventaja del número, y con armas. Armas de todo tipo que estaban experimentando en el cuerpo de su hijo. Estaba paralizada. Sus horrorizados ojos iban de izquierda a derecha no pudiendo asimilar la situación. Su hijo. Cinco personas. Sangre. De su hijo. Cada vez menos piel. Cada vez más músculo a la vista. Los dientes, Dios mío, los dientes. Uno a uno, ensangrentados. Dos hombres. Dos piernas de su bebé arrancadas salvajemente. Gritos de agonía. Ella. Inmóvil. Gritos desesperados. Una última mirada de súplica dirigida a ella, antes de que un disparo le reviente el cráneo. Y entonces un certero movimiento que separó finalmente la cabeza de su hijo de lo que alguna vez fue un cuerpo. Y ella allí. Y ellos. Impasibles. Mirando satisfechos la horrenda carnicería, felicitándose, reconociéndose mutuamente. ¿Cómo era posible que no se horrorizaran con la tortura que habían cometido? ¿Cómo era posible que sonrieran? ¿Qué clase de seres eran? Y comprendió. Lo comprendió todo. Se encontraba ante monstruos.

Ellos no veían piel. Veían sofás exclusivos. No veían dientes, veían cuernas y cuchillos. No veían piernas, veían lujosos asientos sobre los que sentar a los invitados. Y no veían una cabeza llena de pensamientos, sentimientos, que había vivido una existencia feliz y agradable, no veían a su hijo. Veían un trofeo de caza que vender a muy buen precio. Porque ante ellos no había un elefante. Solo mercancía.

Con un agónico llanto, sintiendo muerto el corazón y la ira dominando sus acciones, embistió contra los asesinos de su pequeño, pillándolos por sorpresa. Huían, intentaban abatirla a disparos. A uno le aplastó la cabeza. Ni se dio cuenta. A otro la columna vertebral. Al tercero lo empujó contra una piedra. Los otros dos escaparon. La persecución siguió durante media hora más.

Cuando vuelve, agotada, al lugar donde yace lo que alguna vez fue un elefantito vivaracho y juguetón se desploma a su lado. Y llora. Llora y con la trompa acaricia con infinito cariño a su niño. Llora y maldice a quienes lo apartaron con tanta crueldad de su vida. Llora y los árboles se apiadan de ellos. Llora y siente que no puede más, el cansancio la vence.

Para el momento en que sus amigas, hermanas y sobrinos encuentran el lugar de la carnicería se topan con el cuerpo de un elefante adulto descuartizado y a su matriarca acurrucada a su lado, con la cabeza inerte tumbada en el espacio formado entre la mandíbula y lo que debería haber sido el cuello de su hijo.

Aquel día la caza furtiva se cobró dos vidas.

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