Siento, luego pienso.

Siento, luego pienso.

Antes de golpear con los nudillos, lo que era mi intención, escuché la voz a través de la puerta cerrada. “Pasa”. Dudé un instante creyendo que se había equivocado de persona. “Pasa, Abinaday, adelante”. Sorprendido al escuchar mi nombre en los labios del sabio anciano empujé la puerta. “Pasa, Abinaday, adelante… No tengas miedo. Te estaba esperando”. No había ningún motivo por el que el maestro pudiera suponer que la disertación, con la que nos había regalado el día anterior, hubiera hecho tanta mella en mí para que me atreviera, saltándome las estrictas normas de la Academia, a llamar a su puerta.

—Ayer mis palabras trastocaron tu alma —me dijo, volviéndose—. Siéntate.

«¿Cómo podía saberlo?», pensé. Obedecí.

—¿Quieres que hablemos de la belleza? —me preguntó.

—Sí, maestro. Ese es el motivo de mi visita. ¿Cómo lo ha adivinado?

—Esa pregunta no es importante; haz la adecuada. Cuestióname sobre lo que realmente has venido a buscar.

—Maestro, cuando ayer nos instruyó, y nos pidió que describiéramos lo más bello con que nos habíamos encontrado a lo largo de nuestra vida, fue desechando cada una de nuestras aportaciones asegurando que eran bellezas imperfectas; que podrían ser designadas como hermosas, bonitas, lindas o atractivas; pero que la verdadera belleza era muy difícil de encontrar. —Él asentía a medida que yo hablaba—. Yo quiero buscarla. ¿Podría usted ayudarme a hacerlo?

Se levantó del sillón y comenzó a pasear por la estancia. Nadie diría que aquella persona fuera ciega.

—Sabía que ayer mis palabras te perturbaron —susurró, y permaneció largo tiempo en silencio; como si yo no existiera—. Bien, te ayudaré.

A petición suya volví la noche siguiente. Me estaba esperando en el pasillo, justo delante de la puerta. “Toma —dijo, entregándome una pequeña bolsa de cuero—. Ábrela y ponte la pinza en la nariz y los tapones en los oídos”. Penetramos en la habitación y cerró la puerta detrás de mí. La oscuridad era absoluta. Asió mi mano y dirigió mis pasos hacia el frente. Avanzamos unos pocos metros. El cambio de temperatura me hizo pensar que habíamos salido al exterior. «¿Tan negra era era aquella noche»? Nos detuvimos. Elevó mi mano, abrió la palma y la colocó sobre algo sólido. “Toca —me invitó—. Explora. Siente. Degusta con las yemas de tus dedos lo que no puedes ver, oler ni escuchar. Guarda todas tus sensaciones en la memoria; te preguntaré por ellas”.

Así lo hice: Tenía forma cilíndrica y se encontraba colocado formando una vertical con el suelo. Era sólido, pero no rígido: mis uñas podían hundirse en su superficie. Agradable al tacto. Estaba enterrado en una capa de humeda y fina tierra y era alto, muy alto.

La noche siguiente volvimos al mismo lugar pero esta vez no toqué aquel objeto —me había ordenado ponerme unos guantes—. Aquella noche, liberado solo de los tapones de los oídos, escuché al viento y miles de suaves aleteos sobre mi cabeza.

La tercera noche descubrí olores nunca imaginados. Mis fosas nasales se abrieron en plenitud, y fragancias frescas y limpias hicieron que mis pulmones no pararan de subir y bajar, recibiendo aire puro, anhelando cada nueva inspiración.

La cuarta noche nos quedamos dentro de la estancia. Con la oscuridad, los guantes, las pinzas y los tapones anulando vista, tacto, olfato y oído el maestro introdujo en mi boca una pequeña porción de lo que creí ser un fruto. Era blando —casi se deshacía con el leve movimiento de unir la lengua al paladar— y segregaba un líquido muy dulce, aunque con leves matices ácidos. “Vuelve mañana por la tarde, a la misma hora que el primer día que viniste a verme —me dijo el maestro, mientras me acompañaba al exterior del despacho—. Mañana encontrarás la verdadera belleza”.

Esa tarde la puerta se abrió con el ligero roce de mis nudillos. Escuché un dulce canturreo afuera. Salí.

Ante mí se me regaló la vista de un pequeño jardín iluminado por el dorado sol del atardecer. Una mullida y fresca hierba cubría toda la superficie excepto en el centro geométrico del mismo, donde un perfecto círculo de fina tierra rojiza orlaba el fuerte tronco de un maravilloso árbol, que se elevaba hacia el cielo dejando caer a su alrededor grises ramas, como una cascada de plata, vestidas con verdes hojas repletas de flores blancas y portando multitud de apetecibles frutos de color naranja.

—Enhorabuena, Abinaday, has encontrado la verdadera belleza —escuché la suave voz del maestro que reposaba en un banco de piedra.

—Maestro. En verdad que este es el lugar más bello que he visto en mi vida —afirmé—, pero no es tan difícil de hallar: basta con entrar en su despacho y atravesar la puerta. Incluso el más humilde de los sirvientes de la Academia, el jardinero, tiene acceso rutinario a él.

—Sí, Abinaday, tienes razón. Muchos son los que han visto este sitio, y seguramente que habrá otros lugares, de una manera objetiva, que sean mucho más bonitos que este; pero no todos los que lo han conocido lo han hecho como tú. La belleza no está en el color del sol, la suavidad de la hierba, el susurro de las hojas al ser mecidas por el viento, la fragancia de las flores o el sabor de la fruta, sino en cómo se separan una a una, y se reúnen todas a la vez.

Yo había permanecido de pie, inmutable, escuchando aquellas palabras del maestro. Pareció haber acabado. Me indicó que me sentara a su lado.

—Abinaday, ¿sabes por qué adiviné que vendrías a mí buscando la verdadera belleza?

—No, maestro, no lo sé.

—Porque poseo un sexto sentido… Sí, sexto; no siempre he sido ciego. Y tú también lo tienes: lo supe en cuanto escuché tu primera palabra.

—¿Sexto sentido?

—Sí, Abinaday. Para poder descubrir la verdadera belleza son necesarios el gusto, la vista, el tacto, el oído, el olfato… y el sexto sentido.

—¿Y en que parte del cuerpo se halla?

—En la mente, Abinaday… en tu mente.

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