En el altar de la vieja casa de Barásoain hay una foto llena de polvo y casi indistinguible que llamó mi atención. Moría mi tía Maddalen, la hermana del medio de mis bisabuelos, a los 101 años allá en el 2002, y como buena navarra, el llamado de la tierra al otro lado del océano era más fuerte que su alzheimer. Subió al avión junto a sus queridos bisnietos y pisó la merindad de Olite el 2 de mayo. Con perfecta lucidez recorrió el pueblo de su infancia, y al final de la semana se durmió para siempre en el mismo cuarto en el que había pasado su niñez y adolescencia. La velamos el día de las madres, en familia y con el sonido de la noche como único acompañante a su último adiós.

Junto a los retratos de familia, la foto parecía no encajar. Llamaba la atención por su tamaño, su nitidez y la escasez de rostros para un retrato tan grande. Bajo un cielo sepia, las escaleras de lo que parece un instituto o una iglesia se mostraban casi vacías a excepción de tres figuras en extremos opuestos de la imagen. En la esquina inferior derecha, osaba Gaizka, de unos 4 años, lucía una expresión seria y adormilada. Justo al lado contrario, en el mismo peldaño, izeba Ester, con las rodillas recogidas, mostraba algunas raspaduras, probablemente producto de juegos. Unos peldaños más arriba, un chico en sus veintes que no pude identificar vestía un maltrecho uniforme militar.

Hace meses, cuando me enteré que mi osaba estaba ingresado en Barakaldo, cogí un autobús desde Pau donde ahora trabajo y me dispuse a visitarlo. Gaizka siempre fue el más callado de sus hermanos, y nunca había tenido mucha relación con ninguno de sus nietos, pero sí conmigo. De pequeño, mi primo sentía celos de que su abuelo me contase todas las historias del viejo país y su huída a Caracas en el paquebote Cuba. Cuando las cosas se pusieron feas en Venezuela, Gaizka volvió a la península, pero no a su Navarra natal, sino a su adoptiva Vizcaya, donde ahora yacía en cama tras su tercer ictus, sin poder articular palabra.

Llamé a mi aita a la casa. Cogió mi madre.

—»Hola mami, bendición»

—»Dios te bendiga, mijo, ¿Cómo estás?»—

—»Bien»

—»Todo jodido hijito, las protestas siguen y cada vez hay más hambre. Tu papá está en el taller»

Tomé aire antes de decirle.

—»Ma’, Gaizka está ingresado»

—»Coño hijo… A tu papá le va a dar algo.»

—»Vale mami, un besito. Bendición»

—»Dios te bendiga»— Se escuchó otro suspiro, y cortó la llamada.

Llegué a Barakaldo un poco antes de media noche, corrí al Hospital de Cruces. El horario de visitas había terminado, y mi primo dormía en su habitación. Me alivié de saber que no pasaría la noche solo, y decidí quedarme en un hotel para no molestar. Me comí un bocata, bebí muchísima agua, me duché, y al caer en cama me arropó el sueño negro y oleoso producto del agotamiento.

Mi primo Salvador me esperaba fumándose un cigarro, cansado de haber llorado mucho. Nos abrazamos, conversamos de nuestras vidas y le invité un café.

—»Verga primo, gracias. No he dormido nada»

Me sorprendí de que, tras haber vivido la mitad de sus 25 años en Vizcaya no hubiese perdido ni un poco su acento llanero de Apure, donde su aita y su aitite habían establecido una finca , con la que hicieron una pequeña fortuna. Entramos a la cafetería, pedimos nuestros cafés y nos sentamos junto a la ventana.

—»Salva, háblame claro, ¿Cómo está Gaizka?»

—»Ya no sé, primo. No se mueve, no habla, sólo llora. Yo creo que está muy jodido y muy triste»—Apartó la mirada y observó la ventana. Llovía. Una lágrima rodó por su mejilla.

—»Verga, sabía que antes le habían dado dos ictus, pero la última vez que lo vi hasta trabajaba en la huerta.»

—»A mi me hablaba poquito, siempre se llevó mejor contigo, así que no sé cómo estaba»—Salvador tragó saliva.

—»Coño Salva, nunca fue mi intención…»

—»No es tu culpa, de pana»—Me interrumpió—»El abuelo siempre fue un poco cabrón. Buena persona, pero cabrón. Capaz le costaba comunicarse, y con dos hijos ingenieros, nietos ingenieros…»

Tras un rato de silencio, Salvador carraspeó. Lo miré a los ojos. Tras unos segundos, dijo en voz muy baja:

—»Creo que ya le toca irse. Tenemos que llamar a Esteban. Salimos a Navarra esta noche.»

Sin mediar palabra puso las llaves de su coche en la mesa y las empujó hacia mi.

Vi al osaba Gaizka antes de marcharnos. La imagen de un ser alto y delgadísimo conectado a cientos de tubos y cables, amén de generarme incomodidad, también me produjo una tristeza infinita. Todos sus primos, hermanos, sus padres, sus abuelos, habían muerto dormidos, en paz, en el pueblo. Estoy convencido de que a mi osaba el callado, ese silencio le generaba más dolor que cualquier otra palabra. No le dije nada. Cogí su mano, le besé la frente y dejé caer un par de lágrimas.

Llegamos a Barásoain sobre las 8 de la tarde y nos bebimos unas cañas para aliviar la tensión. Hablamos de la vida, el trabajo y de cómo mi madre casi da a luz en la casa durante las fiestas de la Virgen de Egipto. Por dos días de diferencia, nací en Venezuela y no en el pueblo, me crié en Caracas y no en Navarra, y hablo caraqueño y no navarrico ni euskera.

—»Todo lo que sé de euskera me lo enseñó tu abuelo, Salva»—Le dije, con clara nostalgia.

—»Y yo aprendí español cuando me tocó ir al colegio. En casa, aitite y aita sólo hablaban euskera, y mi ama también era de padres vascos»

Salimos a por un cigarro, y solté la pregunta que tanto quería hacer:

—»Salva, ¿Quién es Esteban?»

—»¿No lo conoces?»

—»No… Creo. No sé»

—»Esteban Urzainqui. Bajito, gordito, viejo viejo, como de 90 y pico, con bigote»

—»Ah coño, él»—No sabía su nombre, pero había estado allí, en casa, en cada evento familiar.—»¿Es amigo de la familia o así?»

—»Más que eso. Ya lo verás»

Preferí no preguntar más. Nos fuimos a la casa, donde me eché en el cuarto de mi abuelo y me deslicé al sueño. Soñé que mis dientes se volvían negros y se deshacían cuando intentaba hablar.

Desperté poco antes del amanecer. Esperando en la puerta, estaba Esteban, mal abrigado y carraspeando. Lo saludé, no se inmutó. Lo mismo al preguntarle cómo estaba y al intentar confirmar si su nombre era Esteban. Cuando al fin lo invité a pasar, sonrió y empezó a contestar mis preguntas:

—»Egun on, sí, sí, soy Esteban, no te veía desde que eras un chavalico ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estáis vosotros? ¿Ha venido Gaizka?»

—»No, está ingresado en Barakaldo, estamos aquí porque teníamos que hablar contigo.»

—»Vaya, supongo que estará muy malico. ¿Habéis hablado con él?»

—»Le dio otro ictus. Ya no puede hablar ni moverse»

—»Joder, ¿Cuándo creéis que lo podría ver?—Su tono cambió a una urgencia absoluta. Salvador abrió la puerta de su cuarto y tras los buenos días hizo la seña universal de vámonos.

—»Pedí el alta de Gaizka y se la dieron. Llega a casa en la tarde. Ya lo vas a ver, Esteban, pero mientras tanto, hay que hacer lo de siempre»

Jarreaba. El olor de la tierra mojada conquistaba el ambiente y las calles se habían vuelto pequeños ríos. Me pregunté por qué no cogíamos el coche en vez de caminar, pero Salva y Esteban parecían decididos a no parar. Poco a poco desaparecieron las calles y luego los caminos, hasta que la única guía que teníamos para saber por dónde volver eran nuestros pasos entre malezas y pantano. Entre los escasos árboles, había una roca del tamaño de un coche pequeño. Esteban y Salvador se miraron, caminaron hacia ella y se agacharon.

—»Esta es»—dijo Esteban con voz ronca, como de bronquitis. Salvador asintió, se acercó a mi y siguió caminando. Sabía que nos íbamos a casa, pero no por qué dejábamos solo a Esteban. Al volver, me desnudé y me duché por largo rato con agua muy caliente. Escuchaba a Salva cantar al lado en la cocina, una canción que conocíamos bien, y no pude evitar sentirme de nuevo un infante en casa de la amona.

Aurtxo polita seaskan dago,

zapi zuritan txit bero.

Aurtxo polita seaskan dago,

zapi zuritan txit bero.

Amonak dio, ene potxolo,

arren egin ba, lo, lo.

Amonak dio, ene potxolo,

arren egin ba, lo, lo.

Se hicieron las 6 de la tarde. La ambulancia traía a Gaizka, ya sin equipos ni cables, en pijama. Esteban lo esperaba en su habitación. Cuando estuvo todo listo, miró al salón y tras disculparse, cerró la puerta. Esperamos horas en silencio hasta que al fin, cerca de la medianoche, salió con una pila de papeles en mano. Me entregó dos y el resto a Salvador, bajó la mirada y dijo:

—»Ya ha llegado a donde tenía que llegar. Prepararé todo para mañana. Gabon»

Gaizka fallecía en el pueblo el 8 de septiembre.

El funeral duró poco. Llevamos el ataúd de Gaizka en nuestros hombros. Un agujero y una preciosa esquela de piedra esperaban al osaba para iniciar su viaje al otro lado. Recibimos el pésame, escuchamos historias, y al final, quedamos sólo Esteban y yo en el cementerio.

—»Eh, chaval, llama a tu padre, no olvides la carta»

—»Lo haré, pero antes quiero preguntarte algo. ¿Qué relación tienes con la familia?»

—»Bueno, la verdad es que es complejo»

Cuando niño, era amigo de Garikoitz, algún abuelo o tío abuelo del que no había escuchado mucho. De adolescente, cuando las cosas apenas empezaban a calentarse, se apuntó en una incipiente milicia republicana, en la que sufrió de hambre y varias enfermedades. En agosto del 32, Garikoitz fue detenido y condenado a muerte, pero antes de morir, pidió hablar con su querido amigo Esteban.

—”Esteban, mañana seré fusilado en la roca. Tengo un favor que pedirte. No llores. No llores por mi y ayuda a mi familia”

—”Lo que quieras, Gari”—No pudo evitar romper en llanto.

Garikoitz le pidió que evitase que su familia sufriera el horror que se avecinaba. Que no vivieran la masacre de hermanos contra hermanos, y que finalmente, descansaran en el pueblo de su niñez. Como último favor, le pidió lo más difícil.

—”Esteban. No te mueras, por favor. No te mueras hasta que hayamos muerto todos. No dejes que mi familia sufra también el dolor de tu pérdida. De la roca harás sus estelas, y de la tierra su nuevo camino”

—”Lo prometo.”—Se abrazaron y Esteban se marchó. A la mañana siguiente, en la lontananza, Esteban escuchó el sonido de los tiros golpear contra la carne y la piedra. Sintió haberse quedado solo en el mundo.

Desde entonces, Esteban es el sepulturero de la familia. No hay funeral ni entierro en el que no haya estado, ni que se haya celebrado fuera de Navarra. Después de la conversa, se largó sin decir más, y yo me dirigí a la casa. Llamé a mi padre y le conté que Gaizka había muerto, y le comenté de la carta de Esteban. Iba a abrirla cuando interrumpió su llanto y me dijo que iba saliendo de Maiquetía a Madrid, y que nos veríamos en pocas horas.

No soy creyente ni mucho menos, pero Gaizka, tan católico, apreciaría que rezase por su alma aunque sea una vez. Me postré frente al altar, ante imágenes de santos y de quienes ya no están con nosotros y antes de que pudiera pronunciar el Padre Nuestro, cogí la foto que tanto me llamaba la atención.

Gaizka había desaparecido. Sólo quedaban Ester y el joven, quien supuse sería Garikoitz.

Salí a fumar, pensando en la gran promesa que caía en hombros de Esteban. Mirando al horizonte, recordé a Gaizka, sus cuentos y el gran cariño que le tuve en vida. En voz baja, canté.

Agur Jaunak

Jaunak agur,

agur t’erdi

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