Se movía con sigilo, los pies apenas rozando el suelo, cubiertos por calcetines gordos que amortiguaban el impacto para realizar el menor ruido posible. El parqué, que estaba recién acuchillado, resultaba algo deslizante, así que tendría que poner especial cuidado en el desplazamiento. Por supuesto, también había que tener en cuenta la añeja escalera metálica que bajaba desde los dormitorios de aquella casa vieja, la cual era potencialmente peligrosa en lo que a sonoridad se refiere. La maniobra de descenso era, sin embargo, clara. El trasero sobre un escalón, las manos a ambos lados ayudando a sostener el cuerpo y los pies bajando por delante. Los peldaños no eran demasiados, unos veintiséis como mucho, pero la ansiedad se iba incrementando cuanto más cerca llegaba de la planta baja. Tanto es así, que cuando solo quedaban cinco, apoyó mal la mano derecha, el trasero no encontró el escalón y la columna vertebral se estrelló contra el filo de forma tan dolorosa que no pudo evitar dejar escapar un gruñido. Automáticamente, al oír su propia voz escurriéndose entre sus dientes (una especie de ráfaga de viento coloreado por un sonido ronco y rasposo), el corazón se le aceleró aún más, tanto que pudo sentirlo palpitar en las muñecas, en el cuello y en la sien. Contuvo la respiración durante unos pocos segundos que se le hicieron eternos, para juzgar si había puesto la operación en riesgo con su imprudencia. Pero no oyó nada más que sus propios latidos, los cuales, paulatinamente, iban disminuyendo su tempo.

La puerta ya no estaba lejos. Mientras se incorporaba sobre ambas piernas, giraba levemente su cabeza hacia la izquierda para enfocarla como objetivo. Unos cuantos metros más, algunos pasos de puntillas, y ya podría enfrentarse al último de los obstáculos que lo mantenían encerrado. Una vez que estuvo ante la pesada puerta, se colocó los finos guantes negros que guardaba en el bolsillo. El color no le gustaba demasiado, tenía que admitirlo, porque recordaba aquello de que los ladrones usan guantes blancos y se pensaba a sí mismo como una especie de bandido robando un prisionero, aunque él fuese a la vez ladrón y objeto hurtado. No podía permitirse fallar ahora, habiendo llegado hasta aquí. La mano derecha manipuló con destreza una horquilla oxidada que, estirada del todo previamente y doblada después como un gancho por uno de sus extremos, le sirvió como ganzúa. La izquierda tomó firmemente otra horquilla, esta con forma de ele, y la introdujo en la cerradura para usarla de tensor. Acercó el oído. Movió la derecha para alinear los pernos y escuchó el primer clic. Otro movimiento y oyó el segundo, uno más y sonó el tercero, después vino el cuarto y por último el quinto. Al fin, pudo girar la cerradura sirviéndose de la izquierda y el picaporte cedió. La ansiedad hacía que las manos abrigadas le sudasen, pues sabía que el exterior estaba ya a su alcance. ¿El exterior?

La rendija de la puerta, que se iba haciendo cada vez más grande, dejó entrever la oscuridad proveniente del otro lado. Atravesó el umbral y, por un instante, creyó haberse quedado ciego. Pues precisamente en el momento en que pasaba por debajo del marco de la puerta, las tinieblas inutilizaron sus ojos, impidiéndole percibir lo que lo esperaba más allá. Cuando dio el siguiente paso, la oscuridad comenzó a desvanecerse y sus pupilas se adaptaron a la luz del ambiente. La imagen que lo aguardaba era descorazonadora: una escalera metálica desvencijada se elevaba unos metros más adelante, conduciendo hacia la planta superior, en la cual se abrían una serie de puertas que, una tras otra, daban paso a los dormitorios. La tenue luz procedente de algún ambiente de la planta baja iluminaba todo aquello, proyectando largas las sombras de los objetos, así como también su propia sombra, sobre el suelo de parqué recién pulido.

Furioso, se arrancó los guantes y los calcetines con dedos y uñas que rajaban como garras, hincándolas dentro de su carne, la cual comenzó a sangrar inmediatamente, y los arrojó lo más lejos que pudo, sobre el primer escalón. Aunque hubiera deseado que la caída provocase un ruido estridente, no se escuchó sonido alguno cuando la tela impactó sobre el metal. Entonces tuvo que compensar aquella falta, echar tierra sobre aquél agujero, para serle fiel al sentimiento de frustración que lo poseía. “¡¡¡¡¡¡Aaaaghhhhhhhhhhh!!!!!” vociferó, poniendo en el grito toda la fuerza de la que eran capaces sus pulmones. Luego se lanzó contra el duro suelo de un salto, con lo que su cabeza impactó de lleno y una herida dejó manar sangre caliente sobre su frente húmeda. Sacudió brazos y piernas; aporreó el parqué, anhelando dejar huella con sus golpes. Pero la madera, siendo indiferente a los humanos deseos de esta clase, se mantuvo inalterable debajo de su agresor.

Una luz cenital iluminó la habitación y actuó sobre su cuerpo como una especie de sedante. Detrás de la puerta del primer dormitorio se asomó una viejecita. Tenía el rostro arrugado como los pliegues de un acordeón y los ojos tan hundidos dentro de su órbita que apenas podían verse. Se movía muy lentamente, un pie tras otro, provocando un zumbido constante con las suelas de sus chinelas viejas que no se despegaban la superficie cuando avanzaba. Al llegar a la escalera, apoyó la mano derecha sobre la pared para ayudarse y bajó el primer escalón. Unos pequeños jadeos, prácticamente imperceptibles, salieron de su boca con cada peldaño descendido, dando cuenta del gran esfuerzo físico que estaba realizando. Agitada, alcanzó la planta baja y se topó con él tirado en el suelo, todavía tembloroso, la sangre ya seca, gimiendo por culpa del desengaño. Las lágrimas y los mocos le obstaculizaban la respiración y tendía a ahogarse como un lo hace un niño llorando. Ella se agachó con dificultad, doblando su espalda en una curva cerrada, le acarició la cabeza con sus frías manos rugosas y le susurró suaves palabras que solo él pudo oír. Las lágrimas cesaron, el frío invadió su cuerpo, tendido todavía en el suelo, e inmediatamente se acurrucó en posición fetal. La puerta permanecía abierta, esperando pacientemente a que la anciana llegara hasta ella, decidida como estaba a tranquilizar al convaleciente. Si allí hubiese habido algún espectador atento, hubiera podido vislumbrar la imagen que se escondía detrás de la puerta cuando la anciana estiró el brazo para cerrarla y ponerle llave: el mismo brazo flácido y tembloroso extendido, reflejado del otro lado.

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