(Relato
Inspirado en la conversación entre Sócrates y Alcíbíades en Alcibiades I, diálogo atribuido a Platón).

El reporte del Banco Nacional reveló que el crecido nivel de riqueza era prueba de un gran desarrollo económico y social.

Ignacio quedó pensando en esto; levantó la mirada del periódico, pero sólo vio miseria.

Por la tarde, preguntó a sus universitarios lo que Sócrates a Alcibíades, cuando pretendió alejarlo de la ignorancia y del vicio.

-¿Quién es el mejor, el más bueno y justo?

Y ellos, como Alcibíades, contestaron sin dudar:

-El que sabe mandar; establece la ley y el orden y logra obediencia. Inexorablemente, llevará a un país a la justicia.

Entonces, les contó.

El día de elecciones, hace unos años, fue un desorden. La fuerza pública no pudo ejercer ni su autoridad ni su poder, frente a los revoltosos que irrumpían en las mesas electorales, supuestamente protestando en contra del sistema que había llevado al país a la pobreza, la que iba creciendo a la par que las corruptelas gubernamentales.

El Estado me había invitado a fungir como presidente de casilla y no dudé en aceptar, tal vez porque mi ética y civismo eran más fuertes que la frustración. A las 7 de la mañana los miembros de la mesa estábamos en el lugar dispuesto para la votación; organizamos el material, armamos las mamparas y cuando declaré que la mesa estaba abierta, una multitud que desde temprana hora esperaba para acceder a votar, me sorprendió. Fui feliz.

Desde ese momento y hasta las 6 de la tarde, la jornada fue realizada con tranquilidad. Representantes de diversos partidos políticos y observadores voluntarios e internacionales nos acompañaron y estuvieron atentos a lo que sucedía; ellos bien pueden dar cuenta de esa grata calma con la que el proceso fue llevado a cabo. Pero a las 8 de la noche, cuando nos dispusimos a cerrar las urnas que resguardaban las papeletas y estábamos a punto de asentar firmas en el acta electoral, con intimidantes amenazas y armas de grueso calibre, irrumpieron en el lugar sujetos de poca monta. Esto nos atemorizó y aunque nuestras miradas seguramente delataron el miedo, mantuvimos la calma esperanzados con que los uniformados que custodiaron el lugar durante todo el día, entrarían inmediatamente, los desarmarían a todos, les atarían las manos por la espalda y se los llevarían a prisión. Pero, nada de eso sucedió. Los busqué a lo lejos con una discreta mirada, pero no los encontré y cuando quise moverme para hacerme cargo de la situación, el cañón de un arma tocó mi nuca.

  • Nos llevamos las urnas –dijo uno de los sujetos, mirándome-. Margarito, ¡encárgate! – ordenó a un joven secuaz.
  • Déjeme ver los resultados- me ordenó.

Esa mirada de odio recibida en mi alma, me quemó el cuerpo y la sangre, pero permanecí quieto. El bien nunca sucumbiría.

Aunque por segundos dudé, el arma que me encañonaba me obligó a obedecer. Permití al nefasto sujeto, ver el acta.

-Anote lo que le diré- me ordenó.

Partido oficial 60%

Partido opositor 25%

Partidos menores 15%

Simón Benavides, el secretario de casilla, miró que el temblor en mi mano no me permitía escribir y acudió en mi ayuda. Lo agradecí profundamente. Con su calculadora modificó los números hasta alcanzar las proporciones ordenadas y terminado su trabajo, pasó el acta buscando obtener las firmas. La pistola seguía presionándome la nuca sin piedad.

El sujeto tomó el acta y me obligó a acompañarle hasta un vehículo y Margarito iba también, con las urnas. Llegamos hasta el organismo electoral y sus funcionarios no dudaron en recibirme los resultados; aunque intenté comunicarles con gestos y señas qué cosa había pasado, no entendieron. Salí, miré alrededor; vi a numerosos presidentes de casilla acompañados de sujetos de grotesca imagen, que con armas ocultas, los amagaban. Nadie dijo nada. ¡No podía creerlo! Era imposible admitir que los funcionarios electorales desconocían qué sucedía; el ambiente era turbio y ¿no lo percibían?

Mi victimario me abandonó, no sin antes advertirme:

-Sabemos en dónde vives y trabajas, quién es tu mujer, quiénes son tus hijos, tus padres y hermanos. Si hablas, estás muerto.

No contesté.

La noche siguiente, la prensa anunciaba los resultados: “Con el 60% de los votos, el partido oficial continuará en el poder. Se llevaron a cabo elecciones libres y los resultados son justos, como lo son siempre en una democracia”.

Los opositores se manifestaron en todo el país y salieron a la luz las formas corruptas, sucias y manipuladoras mediante las cuales el éxito electoral había recaído en el grupo de poder, que bien mostraba que sabía ejercerlo con fuerza sobre la sociedad. Esta, amenazada, no se quejó oficialmente, aunque sí a través de las redes sociales.

Hoy la corrupción ha alcanzado hasta a los más puros. Twitter y Facebook se inundan menos con quejas y vituperios en contra del gobierno. El jefe sí que ha sabido mandar; muchos obedecen. Y lo hacen, hasta los que replican. Sus quejas disminuyen; es que se han aquietado y adormecido. La riqueza está en los bolsillos de la clase política; de una pseudorealeza que espera ser adorada cual dios.

Los demás, ocultos y miserables, callan por miedo; Sócrates diría que por ignorantes.

Los universitarios, atónitos, miraban a su profesor.

Esa noche, en “Notidesvelo”, un destacado periodista entrevistó al Presidente.

-Señor Presidente, ¿quién es el mejor, el más bueno y justo?

-El que sabe mandar.

-¿Es usted buen gobernante?

-¿Qué no ve usted, cómo todos me obedecen?

Por último, señor Presidente:

– Esta sociedad obediente, es peor que antes. Se roba y se mata a sí misma, se deja seducir por la falsa riqueza, se denigra. La obediencia ¿basta? ¿Y la justicia y la sabiduría; y la necesidad de ser mejores?

Alguien, en casa, apagó el televisor sonriendo socarronamente; caminando en dirección a su recámara, llevaba un maletín que accidentalmente se abrió: armas de fuego y muchos y grandes fajos de dinero cayeron al piso.

En ese preciso instante, Ignacio llamó:

-Margarito, ¿tienes lo mío?

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