EL DIOS DE LA PANDEMIA

EL DIOS DE LA PANDEMIA

Laila Arcas

08/04/2020

Se atribuyó a la pandemia la magia de transformar en felicidad y clarividencia, la más ruin de las necedades. Así que todos nos besábamos, con la esperanza de quedar contagiados. Y vaya que si nos contagiábamos. Y nos quedábamos en casa, pálidos, ojerosos, asfixiados en nuestra propia falta de criterio. Para eso no hay respirador que valga.

A medida que la situación crecía, nosotros nos hacíamos más pequeños y, sin embargo, nos daba la sensación de ser más grandes, más fuertes. Qué ironía. Todavía no nos dábamos cuenta, que la grandeza de un ser vivo reside en saberse insignificante, prescindible. Reconocer que, sin merecerlo, se nos ha dado permiso para estar aquí, donde quiera que sea aquí. A pesar de nosotros mismos. A pesar de nuestra inefable torpeza.

En las casas reinaba una ausencia de vanidad, que rayaba lo salvaje y todos nos acercábamos más a nosotros mismos. Al menos moriríamos en estado puro. Total, nadie podría venir a nuestro entierro.

En las ventanas crecían los vecinos, ¿o habían estado allí siempre? Parecían simpáticos, a pesar de la palidez, a pesar de las ojeras, a pesar de la muerte, que acechaba a su espalda. Todas las tardes nos asomábamos a aplaudir a quien ya llamábamos Dios de la Pandemia –una nueva religión se estaba fraguando– y cada tarde éramos uno menos. Por unos segundos, al notar la falta, cruzábamos miradas de preocupación, pero no podíamos obviar que una religión, si quiere ser de las buenas, de las de nivel, requiere sacrificios humanos. Y nos sentíamos aliviados.

Poco a poco las calles fueron desapareciendo sin más. Donde antes había un semáforo, ahora sólo existía el vacío. Donde antes había un coche aparcado, un adoquín, un banco (de los de sentarse, pero de los otros también), un parque, la terraza de un bar… Nada. Ni siquiera estábamos seguros de que siguieran existiendo los edificios donde vivíamos y eso nos hizo dudar de nuestra propia existencia.

Y en ese preciso momento, la humanidad entera sanó de repente, al unísono. Al morir confinados en sus casas, dudando de su propia existencia.

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