Una hora. Solo tenía una hora para hacer todo aquello que le quedaba pendiente en su vida. Por dónde iba a empezar. Había tantas cosas por las que pedir perdón que pensó que lo más fácil sería escoger aquello de lo que se sentía más culpable e intentar arreglarlo. Se levantó del lacerante y negro asfalto que había parado su caída y anduvo unos pasos hacía el frente.

El sol había sustituido a las nubes que cubrían la curva de la carretera. Y la carretera no era tal, sino un camino en el bosque, y la noche no amenazaba con caer sobre él, sino que el sol brillaba en todo lo alto, como a primera hora de la tarde en verano. De pronto, oyó las voces que llegaban de lo alto del camino, al otro lado de la curva que formaban dos grandes árboles centenarios. Avanzó con rapidez, sabedor de que el tiempo era escaso y tenía mucho que decir, y alcanzó el lugar poco después.

Se trataba de una granja que, a primera vista, parecía abandonada, pero la vida todavía existía en su interior. En ese momento, en la puerta desvencijada por el paso de los años y maltratada por la ira, se apoyaba aquella anciana, que no era como el resto de ancianas. Era alta, y no parecía haber perdido un ápice de la fuerza de la juventud. En realidad, la única marca inequívoca del paso del tiempo en ese cuerpo de mujer eran las canas que cubrían la larga cabellera que caía interminablemente sobre sus hombros. Pero si eran sus ojos reflejo del sufrimiento de años de trabajo sin descanso y de penas sin cura. Eran esos dos ojos de color avellana cicatrices de las heridas que el tiempo y la vida habían puesto en su camino.

Pero un momento de brillo cambio la expresión de la cara de la mujer. Él estaba allí, le vio en lo alto del camino, observando ese lugar como quien mira el escenario de una batalla pasada, da igual si perdida o ganada, porque todos los campos de batalla son igual de desoladores. Avanzó hacía la mujer que le observaba tensando sus músculos a causa de la impresión. El resto de hombres jóvenes que se afanaban en podar el viejo árbol junto a la casa parecían no prestarles atención, estaban demasiado ocupados, y, de todas formas, quizás eran incapaces de verle. Solo a ella le estaba permitido ese privilegio.

Al llegar a escasos metros del lugar donde la mujer sujetaba su viejo cuerpo, él se quedó quieto. Todavía, y más en aquel momento crucial, aquella casa le producía un miedo pavoroso. Miedo al dolor, pero también miedo al desprecio y la infamia que habían cubierto durante años aquel supuesto hogar. Miedo al silencio que siempre reinó allí. Y miedo, quizás a lo que más, al sonido de la puerta cuando caía el sol. Porque ese sonido era el preludio de los más terribles momentos que nunca vivió. Más terribles que la soledad de la gran ciudad años después cuando sus amigos abandonaron su cuerpo salpicado de excesos y podredumbre.

-Has vuelto-acertó a decir la mujer.

-Por poco tiempo. Solo vengo a zanjar todo esto.- Dijo él con una profunda amargura que salía de su boca sin poder evitarlo.

-Ahora puedes quedarte. Él nunca más volverá a hacernos nada.- Y, mientras estas palabras salían de su boca, miró hacía una pequeña cruz al otro lado de la casa- Yo misma lo enterré. Muy profundo.

-Mamá, dentro de unos minutos recibirás una llamada. Pero antes quiero decirte algo.

-¿Una llamada? ¿De quién? ¿Por qué?- El miedo volvió a enfundarse en su cara. Las palabras de él no le tranquilizaban. Se puso nerviosa.

-Ya lo sabrás. Ahora tengo poco tiempo.

-¿A dónde vas?

-No lo sé. Todavía no lo sé.

-¿Quieres pasar?

-No. Un día me prometí no volver a cruzar esa puerta y así será para siempre. Hay demasiado dolor ahí dentro y aún en este momento soy incapaz de enfrentarme a eso.

-Bien, como quieras. Pero entonces ellos escucharan todo lo que me digas- dijo señalando con la barbilla hacia los hombres que trabajaban junto al árbol, pero que en ningún momento habían parado su tarea.

-No lo creo. No nos prestan ninguna atención.

Ella apartó la mirada de los hombres y volvió los ojos a ese hijo que años atrás había sido su única razón para vivir, pero que desapareció cansado de sufrir sin haber hecho nada para merecerlo. No había sabido mucho de él en todo ese tiempo. Solo un telegrama cuando murió el que ahora yacía junto a la vieja casa. Por lo que ella sabía, había huido de un sufrimiento inmerecido para buscar su propio sufrimiento.

-Mamá, solo voy a decirte un par de cosas. Luego me marcharé.

Silencio.

-Lo siento. Siento el haberme marchado y haberte dejado en este infierno. Debí llevarte conmigo, pero estaba demasiado asustado como para pensar en nadie más que en mí. Y eso hice todos estos años, pensar en mí, solo en mí. Pero me equivoqué. Me arrepiento de mi vida, de mis actos. He pensado muchas veces que ojalá no hubiera nacido. Porque eso habría solucionado mi vida, la tuya y la de él. Sé que soy fruto de la fuerza y de los más bajos instintos humanos. Y sé que él nunca te perdonó que el único hijo de tu vientre fuera de otro. Y me lo hizo pagar, ya ves que si me lo hizo pagar. Todavía guardo en mi cuerpo las cicatrices

Las lágrimas empezaron a correr por la cara de la mujer, comenzaban en el lagrimal arrugado y no paraban hasta llegar a una barbilla temblorosa antes las palabras de un hijo que contaba su historia.

-Mamá, siento haber nacido, siento haber sido tu castigo. Y lo que más siento es que pude salvarte de esto y no lo hice. Dejé que siguieras sufriendo bajo sus manos porque hubo un momento en mi vida que te hice responsable de sus golpes. Responsable porque nunca hiciste nada por pararlos. Pero ahora me doy cuenta de que tu terror era mayor que el cariño y el amor hacia mí. Pero te perdono por el sufrimiento que me causaste y te pido perdón por no haberte salvado de él.

Dio la vuelta sobre sí mismo y volvió a caminar por el sendero pedregoso. Ahora solo oía las voces de aquellos hombres rudos. Sintió la mirada de su madre y su corazón gritándole que le perdonaba, que él nunca tuvo la culpa. Pero ahora era demasiado tarde. Los árboles habían vuelto a desaparecer y ahora ya no volvió a la carretera, sino a una camilla rodeada de dos hombres que se afanaban en hacerle despertar en una ambulancia precipitándose por las calles. Luego solo oyó a alguien decir: “No hay nada que hacer. Cúbrele. Le diré al conductor que vayamos directos al depósito”.

Una hora después. En una vieja casa de un pueblo del norte sonaba el teléfono.

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