Indudablemente esa noche era para mí. Tenía que ser mi noche, hacía mucho que no tenía “mi noche”. Iba a beberme hasta el agua de los floreros, iba a beber cada líquido que se derramara. 1 año y 3 meses desde que Laura me dejó. 457 días de espera, de mirar por el boquetito que te abre las nuevas tecnologías algo que me dijera que Laura decidiría volver, decidiría que estaba mejor conmigo. Esperar, me daba esperanza, y es que siempre van de la mano. Pero hoy, el día 458, decidí dejar de esperar. Decidí que no iba a ser para mí, que las cosas tienen principio y fin, viven y mueren, que mi muerte ya pasó y yo quedé atrapado en el limbo de la melancolía como un alma en pena sin querer darme cuenta de que mi atolondrado espíritu asustaba al que me veía.

Así que borré con la esponja cada resto del antiguo Luis. Cada una de las células que me hacían la jugarreta de seguir amándola y las mandé al infierno por el desagüe de la ducha. Adiós, hijas de puta. Salí de la ducha y me contemplé en el espejo. Gotitas de agua cubrían mi piel aceitunada y me daban la sensación de que se disponían a hacer carreras a ver cuál de ellas llegaba más rápido al final de mi espalda.

Contemplé mis músculos en el espejo, estaba en forma. Había utilizado toda mi rabia, ira y pena y las había convertido en sudor en un gimnasio de mala muerte el cual se transformó en unos bíceps de infarto. Suerte la mía. Me vestí lo más pausadamente que pude, camisa, pantalón vaquero y zapatos recién comprados, todos listos y preparados para mi gran noche, como diría Raphael.

Me serví una copa mientras esperaba algún whatsapp por el grupo de mis amigos. Habíamos quedado en hacer botellón en mi casa antes de salir, así que si empezaba yo un poco antes tampoco pasaría nada. Me bebí varios chupitos y cuando decidí servirme el siguiente llamaron a la puerta.

Eran ellos. Les invité a pasar. Servimos copas para todos. Reímos, bebimos, fumamos y para cuando me quise dar cuenta, era medianoche y estaba borracho.

Les invité cariñosamente a abandonar mi piso para dirigirnos a la zona de fiesta de la ciudad. Cogimos un taxi que nos dejó en la plaza principal y allí decidimos que en el bar donde servían las mejores copas de garrafón de viernes por la noche era en el Oasis. Pedimos cervezas y nos dispusimos a continuar lo que dejamos a medias.

Estando allí, aparecieron lo que mis colegas y yo denominamos “las siamesas”. Las siamesas son esas dos chicas -generalmente rubia y morena y además una guapa y una fea- que van juntas hasta al servicio y que no se separan por nada en el mundo.

Y digo aparecer por decir algo, porque “las siamesas” ni cortas ni perezosas se sentaron en nuestra mesa a beberse nuestro alcohol, cosa que me parecía mal. Mal porque sinceramente, me estás robando y yo no voy a llevarme nada a cambio más que tu amplia sonrisa y que me cuentes cosas de tu vida que a mí no me interesan. Y yo, por pensar así soy el tipo arrogante, borde y fuera de onda que está en la mesa.

Por tanto y en vista de la situación, decidí salir fuera a que me diera el aire fresco. Por motivos que me parecieron nauseabundos, nadie decidió acompañarme, así que me fui solo, a ver si encontraba a alguien que al menos, tuviese la decencia de preguntarme mi nombre antes de robarme mi copa.

Salí, encendí mi cigarro y observé la escena. Tres grupos de chicas que iban de un lado para otro de la calle, riendo y bebiendo. Dos grupos de chicos, más o menos de mi edad, que miraban de reojo a uno de los grupos de chicas intentando meterse en su conversación de un momento a otro. El típico pureta hasta arriba de whisky tambaleándose por mitad de la calle. “Vaya panorama”, pensé. Había también un coche parado en mitad de la plaza, cosa que me pareció extraña, creía que no se podía aparcar ahí.

Cuando la última calada de mi cigarro me dio la suficiente fuerza, volví dentro. Las siamesas se habían ido y con ellas nuestras copas. Así que nos fuimos a otro bar. Un antro de mala muerte de esos que hay que bajar escaleras como si aquello fuese un zulo -que lo era- todo a oscuras y sin ventilación. Maravilloso.

Pedimos una ronda. No había chicas, hecho que me otorgaba la completa atención de mis amigos de los que tenía planteado disfrutar esa noche al máximo. Reímos. Y reí muchísimo, como hacía tiempo no reía. Y me sentí pleno, me sentí libre, me sentí en casa de nuevo.

En pleno ataque de risa, me di cuenta que el bar estaba quedando casi vacío, un par de tíos por un lado y otros tres por otro. Todos nos miraban, era normal con las voces que estábamos dando. Quedamos en silencio y noté esa sensación típica del que no está en el sitio que debe en el momento que debe. Esa tensión que aparece de no sabes dónde pero que agudiza tus sentidos al límite y te pone en modo de alerta. Ese sexto sentido de que, aunque parezca que todo es normal hay algo que no encaja, que no está en su sitio. Y no me equivoqué.

De repente, los dos grupos de tíos que teníamos alrededor se abalanzaron sobre nosotros. Comenzó una fiesta de golpes, altruistas y aleatorios, recibidos solamente por nosotros sin venir a cuento. En un momento dado vi un puño venir hacia mi nariz, golpear y noté como dos hilos de sangre comenzaban a brotar de ella y mi vista empezó a nublarse. Tocó el botón de off.

Cuando desperté, ya no estaba en aquel antro en el centro, estaba en un sitio mucho peor y lo peor, es que no sabía ni donde era. Me miré. Ya no llevaba mi camisa, ni mis pantalones vaqueros, ni mis zapatos nuevos, llevaba una especie de pijama blanco, como los de los enfermeros. Recordé el golpe en la nariz. Me la toqué. En cuanto rocé levemente mi tabique noté un dolor punzante que me atravesó hasta la cabeza. Supuse que la tenía partida, pero no sabía qué hacer. De repente, comencé a ser consciente del dolor. Me dolían las costillas, me dolía el abdomen, me dolían las piernas y la cabeza. Encontré moratones donde ni siquiera pensé que podían salir. Me sentí dolorido, cansado, ultrajado y casi violado. Algún o algunos malnacidos me habían golpeado y llevado a un sitio contra mi voluntad. Me habían cambiado la ropa e incluso me habían cortado el pelo.

Lágrimas incontroladas comenzaron a brotar de mis ojos. No sabía por qué lloraba, por todo y por nada. Dejé fluir las lágrimas para que limpiaran aquellos sentimientos de angustia, desesperación, soledad, odio, rabia, dolor y otros muchos que no pensé sentir jamás.

Pasó el tiempo. Me calmé. Me repuse e intenté usar el cerebro para buscar algo que me ayudara a salir de allí. No había ventana. No había luz. Lo único que mi ojo percibía era un rayito de luz asomando por las bisagras de la puerta. No diferenciaba si era natural o no.

Intenté abrir mis ojos todo lo que pude, pero no fue demasiado. Los tenía magullados e inflamados, y apenas podía ver. Me esforcé en intentar ver algo por aquella minúscula rendija, pero no conseguí diferenciar nada. Me aparté, intenté serenarme. La angustia y la desesperación recorrían cada centímetro de mi ser. El miedo que sentí no puedo ni describirlo. Jamás pensé que podría sentirme así, jamás pensé que un sentimiento tan profundo podría acecharme de la manera en que lo estaba haciendo.

Pasaron los días, las semanas y casi me atrevería a afirmar que los meses. Yo ya había perdido toda esperanza en salir de allí algún día. Prometo que deseé mi muerte. La deseé con todas mis fuerzas, pero era algo que no se me podía ser concedido. A veces pensaba en si alguien me recordaría, si me estarían buscando. Pensé en mis padres y podía imaginarme el mal trago que estarían pasando, aunque no podía ser comparable al mío. El recuerdo de ellos y de Laura, ha sido lo que me ha mantenido con algo de cordura durante todo este tiempo. El recuerdo de estar vivo, de respirar, de ser libre.

Justo cuando estaba a punto de perder el último resquicio de cordura que me quedaba, se abrió la puerta. Vi a una persona al otro lado. Me levanté y le miré como si estuviera viendo un fantasma. Era un hombre alto y corpulento, vestía una bata. Me sorprendí cuando abrió la boca para decirme:

¿Quién eres?

En ese momento mi mundo se derrumbó. Dudé incluso de quién era, dudé de mi propia existencia, dudé incluso de mis recuerdos.

¿Tenía padres realmente? Si los tenía, ¿por qué no me buscaban? No recordaba si tenía hermanos, no había pensado en ellos. Y Laura, la recordaba tan hermosa, con su piel pecosa riendo de alguna broma. Ella era muy risueña. Recordaba su pelo largo, castaño y ondulado brillando al sol. La recordaba recostada sobre mi pecho. Y ya no la recordaba más.

Esta situación está empezando a ser insostenible. Estoy perdiendo la cabeza. Ya no sé ni lo que siento ya no me queda nada. Los he perdido a todos, no recuerdo sus caras, no recuerdo nada. Me estoy engañando haciendo como que lo que escribo lo estuviera hablando con alguien. Estoy loco. Un momento. Oigo pasos, alguien viene, quizá venga a sacarme. Quiero salir de aquí, quiero ser libr

  • -Bien. Muchas gracias Ernesto. En este momento quiero que os centréis en como os sentís tras haber escuchado estas líneas que ha leído vuestro compañero. Al hilo de nuestra clase anterior quería enseñárosla. Esta carta fue encontrada en una nave donde se estaba realizando algún tipo de experimento clandestino. Por lo que se nos relata, es de una crueldad absoluta. Intuimos que estuvo encerrado por al menos tres meses y como podréis observar, este sujeto fue llevado al límite para luego con una simple pregunta hacer que pierda la cabeza completamente. Y ahora quiero oíros a vosotros, ¿Quiénes sois?

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