Argentina, la tierra prometida

Argentina, la tierra prometida

PEPA H

09/04/2020

El día dos de febrero de 1910 zarpé en el León XIII, un viejo barco de vapor, que cubría la travesía entre Cádiz y Buenos Aires. Transportaba españoles, como yo, que huíamos de una España empobrecida, algunos nos alejábamos de la explotación en los campos, otros del hambre de las ciudades, donde  escaseaba el trabajo. Además todos nos habíamos sentido atraídos por noticias como la falta de mano de obra en el Río de la Plata y en los campos argentinos, también habíamos escuchado que era fácil conseguir dinero allí. Argentina era la tierra prometida. Aún así, yo iba cargado de miedo e incertidumbre.

En el barco iban unos cuantos viajeros acaudalados en los camarotes de primera, otros menos adinerados y parte de la tripulación ocupábamos los compartimentos de segunda, luego había una gran cantidad de emigrantes que iban en tercera. Algunos viajaban en familia, iban a buscar trabajo por primera vez o volvieron para llevarse a sus seres queridos. También había mujeres que se marchaban solas o en compañía de los hijos, buscando reencontrarse con el cabeza de familia.

Además, viajaban con nosotros muchos cómicos, para montar un espectáculo a su llegada. Estos comediantes ensayaban sus números en cubierta, lo que hacía el deleite y entretenimiento de todos, ayudándonos a sobrellevar mejor el viaje, aunque algunos no se distraían con nada, debido al mareo. Veía, con tristeza, vagar a los niños por cubierta mocosos y sucios, mientras las madres vociferaban, enzarzándose en peleas por cualquier cosa y los hombres intervenían sacando la navaja con facilidad. En una ocasión, tuve que llamar al capitán, un hombre alto y fornido cuya sola presencia ya imponía. Acudió y puso orden, pero luego me riñó, a voces, por no haber avisado a otras personas. Yo guardé silencio y me ruboricé.

A pesar de los inconvenientes, me sentía afortunado por no tener que ir con el pasaje de tercera, que ocupaba las costillas del barco, sin apenas ventilación, teniendo que dormir en colchones asquerosos, con olores pestilentes a sudor y excrementos de todo tipo. Muchos no podían resistir y se iban a dormir a cubierta. La comida de esta clase eran patatas sin pelar a mediodía, y por la noche un caldero de lentejas, también le repartíamos la fruta que empezaba a estropearse. Había algunos que no probaban nada de aquella porquería, si podían compraban pan en la cantina, hasta que llegaban a las costas del Brasil, donde se aprovisionaban de frutas y dulces. Los que no tenían posibles comían todo lo que se les daba, algunas madres hasta las mondas de las patatas, para dejar la ración de lenteja a los hijos.

Me enervaba que frente a la miseria de los de tercera clase, contrastara tanto el lujo del pasaje de primera, esos comían toda clase de buenas viandas.

Yo, había conseguido enrolarme como pinche de cocina y todos los que trabajábamos allí, nos alimentábamos muy bien. Las sobras se las pasábamos a los niños de las bodegas. A pesar de eso, al principio no era capaz de comer casi nada, pues no podía con el mareo, luego poco a poco lo fui venciendo hasta que ya no sentía las acometidas del agua contra el barco.

La travesía no me pareció muy peligrosa, aunque tuvimos días de mar gruesa y tormentas que zarandeaban la nave como si de un cascarón de nuez se tratara, la mayor parte del viaje nos hizo un tiempo bastante bueno.

Cada vez que podía preguntaba a los compañeros, cómo podían orientarme en lo que debía hacer a mi llegada, para conseguir trabajo. Me decían que si no tenía algún contacto, que no me hiciera ilusiones, pues allí sin un buen padrino lo que me esperaba era una miseria mayor a la que había dejado atrás. 

Mi trabajo consistía en ayudar en cocinas, donde más falta hiciese. Había días que solo pelaba patatas, otros fregaba cacharros y así estuve algún tiempo, con la excepción de algunas tardes, en las que debía ayudar a servir en el comedor de primera. Luego quiso Dios que mi suerte cambiara. Un buen día, me dijo el cocinero jefe:

—Sube, al puente de mando, dice el capitán que quiere hablar contigo.

Me puse muy nervioso, pensando que me volvería a recriminar por la primera semana, en la que fui incapaz de hacer nada, debido a las continuas náuseas. Cuando llegué ante el capitán, me temblaban las piernas y me costó trabajo hablar.

—Buenas tardes. Mande usted —dije, mientras tragaba saliva, tratando de mantener la compostura.

—Muchacho, te he observado, veo que eres un joven fuerte, espabilado y educado, capaz de hacer algo más que pelar patatas. Te explico: nos acompaña Don Juvenal Riquelme, un hombre acaudalado, que ha hecho fortuna en Argentina. Está enfermo, viene de enterrar al único familiar que le quedaba en España. Necesita un asistente que le ayude en el viaje, luego si tú te entiendes con él, te puede dar trabajo cuando lleguéis.

Por supuesto acepté. Así me hacía con el padrino que necesitaba.

Don Juvenal era un hombre mayor, de pelo blanco y ojos de un gris turbio que miraban con tristeza; tan delgado que parecía que solo la piel cubriera su osamenta. Debía ayudarle en todo, pues se encontraba muy enfermo. Al principio me costó poder limpiar sus inmundicias, pero conseguí soportarlo y hacerlo con agrado. Él, a cambio, valoraba y agradecía cada gesto.

Cuando estaba mejor me contaba cosas de su vida y de sus negocios. Me decía que no tenía familia, los había perdido a todos. Tenía una fortuna, pero a nadie con quien compartirla. También yo le hablaba de mi vida en el pueblo, mis ganas de prosperar y sacar a mi familia de la pobreza. Cuando le contaba mis miedos, él me tranquilizaba diciéndome que me ayudaría a triunfar. Necesitaba un hombre de confianza, lo tenía todo pensado para cuando llegásemos. Aunque no me explicaba nunca en qué consistían sus planes, dejaba entrever que me reservaba algo bueno. Buscaba sorprenderme.

Aquella mañana el alba alumbró un cielo azul, iluminado por un sol espléndido. En el horizonte la costa comenzó a aparecer, como la mariposa cuando rompe la crisálida.

Lleno de alegría, salí corriendo para avisarle.

—¡Don Juvenal despierte!. Estamos llegando—. Nadie respondió… ya no estaba…

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