¿Cómo he podido hacer algo así? (se repetía mentalmente mientras avanzaba por las calles inundadas de charcos). Escapar de aquella fiesta sola dejando a sus amigos y a su novio allí, salir a la calle y entablar conversación con el primer chico que se cruzó. Y montarse en su coche e ir hasta su casa. Esta vez, sin duda, se había sobrepasado.
En aquella mañana lluviosa del mes de abril, Carla aún no comprendía que se había apoderado de su mente para llevar a cabo tales actos. Volvía a ellos una y otra vez mientras esquivaba charcos de camino a su casa. Llovía y no llevaba paraguas, ni chubasquero ni nada que la protegiera del aguacero, pero no le importaba. ¿Protegerse de la lluvia? Menuda tontería. Antes debería aprender a protegerse de sí misma.
Sin lugar a dudas podría esquivar las preguntas de sus amigos, e incluso las de su novio, alegando que había bebido demasiado, que se sintió indispuesta y sin fuerzas para dar explicaciones y sencillamente, resolvió marcharse a casa. ¿Pero y las preguntas, que cada vez más a menudo, se planteaba a si misma?
La primera vez que le ocurrió algo similar fue hace, aproximadamente, unos seis meses. Eran las nueve de la mañana y Carla iba de camino al trabajo (que no era precisamente el de sus sueños) y andaba desganada por una de las calles principales del centro, esquivando gente que, como ella, avanzaba con más resignación que prisa, también de camino a su cárcel particular.
Pero de repente se cruzó con un muchacho que llamó su atención, no por su aspecto físico ni nada por estilo, ciertamente, por nada en concreto, pero sintió la necesidad de pararse a observarlo entre todo aquel río de gente. Lo que provocó a su vez que un señor que pasaba junto a ella la arrollara y maldijera, de forma bastante grosera, todo hay que decirlo. E instantes después comenzó el caos.
Apartó la vista de aquel muchacho y como si una fuerza extraña la poseyera, se giró y comenzó a correr calle abajo. No paró hasta llegar al quiosco de una plaza cercana, donde jadeante, solicitó un helado al dueño y bajo el asombro de este, se lo comió prácticamente de un bocado. Acto seguido, volvió a echar a correr para apearse, esta vez, en su propia calle, en su mismo portal para ser exactos. Y una vez allí, sin saber cómo ni porqué, todo volvió a la normalidad.
Por lo tanto, aquella primera vez no ocurrió nada grave, tan solo llegó unos minutos tarde al trabajo y se pasó unos cuantos días como aturdida, preocupada ¿Estaría perdiendo la cabeza? Pero el miedo y la turbación poco a poco se fueron disipando y la vida siguió con su rutina habitual, trabajo, clases, su pareja y sus ratos de ocio, y aquello terminó como una simple anécdota que nunca se atrevió a contar a nadie.
La segunda vez fue bastante peor. Carla iba conduciendo, dejaba la ciudad por unos días aprovechando las vacaciones para acudir a su pueblo natal. Disfrutaba muchísimo cada vez que iba allí: la comida de su madre, sus hermanos, sus amigos de siempre… Cuando acudía al pueblo engordaba un par de kilos, fumaba mucho menos y su madre siempre la despedía diciéndole que tenía mucha mejor cara que cuando llegó.
Y en esas estaba, conduciendo y pensando en las croquetas de su madre, cuando, esta vez sí, lo sintió llegar. Como un soplo de aire enrarecido que se incrustaba por cada uno de sus poros. Y con un movimiento brusco, tanto en los pedales como en la caja de cambios, aceleró y aceleró. Recorrió varios kilómetros en tan solo un par de minutos, pasó de largo la salida que conducía a su pueblo y siguió avanzando a una velocidad cuanto menos peligrosa. Cuando finalmente volvió en sí, se arrancó a llorar. No podía creerlo, había recorrido una distancia cercana a 100 kilómetros a una velocidad pasmosa. Podría haberla detenido la policía, podría haber muerto o peor, haber matado a alguien.
Buscó su bolso en el asiento trasero, lo abrió y sacó el móvil. Tenía varias llamadas perdidas de su madre. La pobre debía de estar preocupada, pues la esperaba un buen rato antes. No le devolvió las llamadas. Siguió llorando unos minutos más, pequeños espasmos sacudían su cuerpo y un mar de lágrimas inundaba su cara. Y cuando finalmente se encontró con fuerzas, se secó las lágrimas y reanudó la marcha.
A su pueblo llegó bien entrada la noche, pues recorrió el camino hasta allí tan lentamente como los límites de velocidad le permitieron.
Desde aquel segundo suceso, Carla procuraba no coger el coche si no era estrictamente necesario. En la ciudad le resultaba bastante fácil, el metro te acercaba a casi todas partes, y para todo lo demás podía utilizar su bicicleta o simplemente ir a pie. Por esta razón, la tercera vez que se enfrentó a ‘’aquello’’, iba paseando tranquilamente, sin ningún destino en mente, tan solo paseaba mientras escuchaba música en sus auriculares. Y lo sintió. Se paró en seco en plena calle sabiendo lo que se avecinaba.
Una vez más esa fuerza extraña se apoderó de ella y la empujó a correr calle arriba. La gente con la que se cruzaba observaba sorprendida como corría esquivando cualquier tipo de mobiliario urbano como si de una carrera de obstáculos se tratara. Finalmente, y tras recorrer varias calles, aquella fuerza la empujó a pararse en una plaza. Una vez allí observó a una chica rubia sentada en un banco, tendría aproximadamente su misma edad, era de facciones suaves y llevaba el llamativo pelo rubio recogido en un moño. La mirada de la chica viraba de su reloj de pulsera al libro que tenía en su regazo. Carla avanzó hacía ella. Se sentó a su lado en el banco, y sin darle tiempo apenas a reaccionar, la atrajo hacia si y le asestó un sonoro beso en los labios.
La respuesta de aquella muchacha no se hizo esperar. El bofetón fue tremendo y se escuchó en toda la plaza. Aquello, junto con sus gritos, sacó a Carla de su ensimismamiento y cuando volvió en sí, la chica rubia ya se alejaba de la plaza a grandes zancadas. ¿Pero que había hecho? ¿Había besado a una desconocida? ¿Y en medio de una plaza?
Ese día Carla volvió a su casa cabizbaja, y una vez más cuando se encontró a solas, refugiada en su habitación, comenzó a llorar.
Así que aquella mañana lluviosa de abril, mientras volvía a casa esquivando charcos, calada hasta la médula y rememorando los extraños sucesos de aquellos últimos meses, algo dentro de Carla se rompió. Recordó al muchacho al que hacía ya seis meses se había quedado observando en aquella calle atestada de gente, recordó una vez más a la bonita chica rubia que leía mientras esperaba a alguien en la plaza, al chico con el que pasó la noche anterior. Pensó en su madre. Pensó en las croquetas de su madre. Pensó en su novio, pensó en que con él ya nada era como antes, y pensó en su trabajo, que nunca le gustó. Pensó en las ganas que tenía de escapar de todo desde hace tiempo. Pensó en la rutina que la estaba matando. En último lugar pensó en sus ganas de salir corriendo.
Y eso fue lo que hizo.
Había llegado la hora de buscar un lugar donde resguardarse de la lluvia. Ya estaba más que harta de mojarse.
G.
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