Toda la casa ha cobrado vida. Desde la mesa del comedor hasta el plato de la ducha, con el que me alegro un dueto cada mañana. Verda, la planta de interior que tengo cerca del balcón, me canta con sus bocas dibujadas en la punta de cada una de sus hojas, despertándome de la siesta. No sé si abro el frigorífico por hambre o por su seductora voz que me llama, una voz profunda e irresistible. A esta romántica melodía se une la cesta de la ropa sucia, que levanta su tapa dejando solo unos centímetros de abertura, los suficientes para que la escuche soltar versos de amor esporádicos, seguramente obra de braguitas y calzoncillos inspirados.
¡Es una locura! Cuando me acuesto empiezan las almohadas, con sus vocecitas de niña me piden que les narre un cuento, —no podemos dormir!—, exclaman.
Una tarde tuve una conversación muy inquietante con mi secador de pelo, ya bastante viejo, me dirigió unas últimas palabras para advertirme de su pronta muerte… se sentía débil y cansado. Ante lo cual me hizo prometer un nuevo secador, uno de última generación, un buen sustituto, aunque ambos sabíamos que no habrá ninguno igual. Aquella noche me dormí entre sollozos.
Esta mañana me he sorprendido charlando alegremente con mi gata Duna. Antes del confinamiento no hablaba… mi idioma… o quizás no la escuchaba? En cualquier caso, intuyo que nuestra relación ha ido un paso más allá. Hemos disfrutado muchísimo, nos hemos reído de cuándo ella llegó a casa siendo un diminuto bebé, siempre aterrada y con miedo a ser aplastada por mis botas de piel negras. —Recuerdas? Aquéllas que por fin desechaste el mes pasado, después de usarlas día tras día durante tres malditos años! Yo las mordí hasta la saciedad, tampoco te quedaban tan bien.— No he podido más que reír a carcajadas ante su confesión
Hace ya tres semanas de esto y ahora que lo he descubierto, estoy encaprichada. Confinada y entusiasmada con mi nuevo mundo.
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