A diferencia de otras personas, no puedo recordar con exactitud la primera vez que vi el mar.

Para mí, el mar siempre ha estado ahí, a media hora de metro o de coche, en la misma ciudad en la que vivo.

Tan cerca pero a la vez tan lejos.

Porque el mar, la playa, parecía ser un lugar al que se iba solo en verano, y muy de vez en cuando el resto del año para pasear.

Llegábamos a media tarde, cuando hacía menos calor. Íbamos a Canet porque nos gustaba más esa playa, a pesar de tener que conducir veinte minutos.

Llevabas la crema de casa, y en cuanto llegabas, dejabas la toalla y corrías al agua.

Poco a poco, con miedo, te ibas sumergiendo en esa inmensidad azul.

Primero solo los pies, no está fría, bien, después hasta la rodilla, la cintura, el pecho…

Y finalmente la cabeza, cogías aire, te hundías y salías renovado, con el sabor de la sal en la boca y el ritual concluido.

El vaivén de las olas te mecía suavemente, jugabas a saltarlas.

Mediterráneo en calma.

Cuando se te arrugaban las yemas de los dedos, salías a la toalla.

Era el momento de los castillos de arena, era el momento de creerse arquitecto o ingeniero, de intentar edificar la mejor construcción posible y de protegerla de la fuerza de las olas, que amenazaban con derrumbarla en cualquier momento.

Mediterráneo feroz.

Mediterráneo cuna de civilizaciones: de romanos, de griegos, de egipcios, de cartagineses…

El mar de Serrat.

Y entonces, en algún momento, mirabas hacia el horizonte, hacia esa masa de agua que parecía no terminar nunca y te preguntabas qué había al otro lado.

Mallorca, decían.

Y tú habías estado en Mallorca, hacía muchos años, pero era un recuerdo borroso en tu mente.

Y te preguntabas si no habría otro niño, como tú, en la playa de Palma, mirando hacía el horizonte intentando vislumbrar la costa levantina y tu Valencia.

Valencia bonita, Valencia de luz y de fuego.

Valencia es el verde del río, el amarillo del arroz y el azul del mar.

Y cualquier rincón te inspiraba una historia, como la del niño de Mallorca.

Jugabas a inventar historias en las que tú eras el protagonista, o no. Y te gustaba porque podías ser cualquier cosa: un mago, un millonario, un profesor, una estrella de la televisión…

Y tener muchos amigos, y que la gente te quisiera.

Y poder hacer lo que quisieras, con tus poderes o tu dinero.

Inventar historias.

De cosas que veías por la calle: un árbol, un museo, un edificio curioso, el mar…

O de películas y libros que hubieras visto y leído.

Y lo hacías en casi cualquier parte: en el patio, por la calle, en casa, en la ducha, en la cama antes de dormir…

Y empezaste a poner límites, a acotar tu desbordante imaginación.

Primero te prohibiste hacerlo en el colegio, ese era un lugar reservado para aprender o para relacionarte con otros compañeros.

Después por la calle, había peligro de que te atropellara un coche estando distraído como estabas.

Tampoco te permitías imaginar en la cama, porque tenías que dormir para poder rendir bien al día siguiente.

Y poco a poco, comprendiste que te estabas haciendo mayor y que el mundo real te reclamaba para que fijaras tu atención en él y abandonaras el de las fantasías.

Y eso intentaste.

Pero las historias seguían reclamando su espacio en tu mente.

Y entonces, un verano, descubriste que podías escribirlas y eso abrió un mundo nuevo para ti. Porque por fin podías volcar todo eso que llevabas y transformarlo en palabras.

Pero no era tan fácil, porque las ideas, que estaban muy claras en tu cabeza, quedaban pobres al pasarse al lenguaje escrito. Pero habías leído en algún sitio que se aprende a escribir escribiendo y así lo hiciste.

Y de pronto, las historias volvieron, ocupando el espacio que les pertenecía, retomando el lugar de donde habías querido apartarlas. Con la excusa de escribir volviste a imaginar, a pensar historias que más tarde pudieras transformar en algo sólido, algo tangible.

Por primera vez, toda esa creatividad podía tener un destino concreto, un vehículo a través del cual expresarse. Salir de tu mente y meterse en el papel.

Y escribiste esas historias infantiles e inocentes de objetos mágicos y aventuras.

Escritas por un muchacho de trece o catorce años.

Y luego quisiste, por primera vez, hablar de ti y contar todo aquello que supuestamente habías aprendido, tus valores. Intentando dar lecciones morales de no sé qué en un relato de cuatro amigos. Copiando ideas de una serie que te gustaba.

Y escribiste poemas, sin preocuparte de la forma, para intentar expresar lo que sentías, el universo de un adolescente de quince años. Tantas cosas que no sabías…

E intentaste abordar proyectos demasiado ambiciosos y que no dejaban de ser copias de otras novelas que habías leído.

Y decidiste pasarte a los relatos, más breves y más asumibles, de diez o quince páginas como mucho. Y escribiste sobre el paso de la infancia a la adolescencia, sobre el amor platónico no correspondido, sobre un muchacho al que le gustaba la oscuridad…

Son relatos que conservas con cariño, escritos por un personaje que te despierta cierta ternura: un chico de dieciséis años que está esperando a que suceda algo interesante en su vida, algo que pueda contar.

Y cumpliste los diecisiete y comprendiste que hasta que no sucediese eso que esperabas, hasta que no empezaras a acumular experiencias que valieran la pena, hasta que no te hicieras “adulto”, no tendrías nada interesante que decir al mundo.

Porque tu imaginación se perdía a medida que te hacías mayor, porque ese impulso creativo se estaba perdiendo, porque ya no tenías un montón de historias en tu mente esperando a que las escogieras.

Y solo podías inspirarte en tu vida o en otras obras.

Y decidiste dejar de escribir un tiempo.

Y ese verano no escribiste nada.

Pasaron seis meses y entonces…

Descendiste a los infiernos, y lo pasaste muy mal, y tenías tanto dolor que decidiste escribir sobre eso, decidiste contar lo que te estaba pasando para ver si poniéndolo sobre papel podías llegar a comprenderlo.

No necesariamente en forma de relato.

Y desahogarte, y expresar toda esa rabia, toda esa tristeza, toda esa frustración, todas esas dudas…

Habías cumplido dieciocho.

Y todo seguía igual.

Pero escribir sobre ello lo hace más real, te pone triste.

Y prefieres escribir para distraerte, prefieres no pensar, prefieres vivir en tu burbuja, como la de aquel poema que escribiste una vez.

Y creer que lo que dicen es verdad.

Y decir “estoy mejor” a ver si de tanto repetirlo se convierte en realidad.

Quieres escribir ficción otra vez. Aunque vayas a seguir basando gran parte del relato en ti y en tus experiencias. Se trata de contar una historia y ¿por qué no?, tu historia también es una historia.

Y no necesitas hacer grandes cosas, ni vivir experiencias de “mayor”, como pensabas a los diecisiete.

No necesitas vivir una historia de amor, ni correr grandes aventuras para que tus personajes las vivan.

Y ahora, cuando estás a punto de cumplir los diecinueve, vas a la playa en busca de inspiración.

Quieres escribir un relato con todos los elementos que estás viendo: el agua, el sol, las olas, la arena…

Y de algún modo lo consigues.

Intentas mirar al horizonte como cuando tenías ocho años, buscando a tu viejo amigo.

Y casi puedes ver a un joven de Palma de Mallorca que vuelve a mirar el mar como cuando era pequeño, esperando encontrar, al otro lado, a su compañero valenciano.

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