“Me arrepiento de muchas cosas. De no haberte dicho la palabra adecuada en el momento adecuado. De haberte dicho demasiadas cosas que no tocaban en ese momento. Del sábado. De no haber tenido valor.
Cuando llegué al tren, me senté y empecé a llorar. Bueno, me pasé todo Passeig de Gràcia llorando. En la estación me encontré a un conocido, y tuve que parar de llorar por narices, porque es un poco incómodo besar dos mejillas con sabor a lágrimas. Pero cuando me senté en el tren y este arrancó, allí empecé a llorar. La mujer que tenía delante me ofreció un pañuelo. Lo acepté, esbocé una falsa sonrisa de gratitud, y me puse los cascos. Y dale. Canción tras canción, se iba repitiendo esa idea: la has perdido. Ya no la tienes. “En noches como está la tuve entre mis brazos”. El tren se iba acercando a mi casa, y yo iba viendo pasar las playas.
Y llegué a nuestra playa.
Sin darme cuenta, estaba andando por el puerto de Masnou.
Y llegué a nuestra playa.
Me senté donde habíamos sido felices. Hasta que pasase el siguiente tren en veinte minutos, tenía tiempo.
Demasiada playa para una sola persona.
Me arrepiento de todas y cada una de las discusiones. Me arrepiento mucho de mis actitudes delante de ciertos temas. Me arrepiento de no haber visto antes que tú eras así, y que no, que yo no iba a cambiar nada.
Tenía frio, pero no porque no llevase puesta la chaqueta. Tenía frio en un lugar del cuerpo muy difícil de calentar. Aún sigue frio. A veces, cuando no pienso, mi cerebro intenta calentarlo. Pero a la que me paro y te me pasas por la cabeza, vuelve a enfriarlo. Estoy vivo, pero sólo porque mi corazón es capaz de seguir bombeando sangre a temperaturas bajo cero.
Por cosas tontas. Estaba con mi madre conduciendo, y me dijo que le pasase los chicles de su bolso. Saqué el paquete verde, le di dos chicles, y cogí dos más para mí. Fue ponérmelos en la boca, y con el sabor mentolado, el recuerdo de tus besos volvió (lo sé, lo vuelvo a leer, y digo puaj, que cursi. Lo siento. O no.)
Mis manos acariciaban la arena. Aún se veían los estragos del temporal: poca playa, troncos por todos lados y olas enormes. Esas olas, al chocar contra la playa, levantaban una espuma que el viento se llevaba. A veces, esas gotas me daban en la cara, y se confundían entre mis lágrimas.
Lloraba, pero aun no sabía porque lloraba. Creo que algunos lo llaman estado de shock. Aún no era capaz de asimilar que te había perdido. Que me iría a dormir, y cuando me despertase, tendría tus buenos días en la pantalla del móvil. Esa era la primera sonrisa del día. Ahora me levanto, y sigo mirando el móvil. Apago la alarma, salgo de la cama, desayuno, y vuelvo a mirar el móvil. Me voy a la autoescuela, al gimnasio, y miro otra vez el móvil. Vuelvo de entrenar, y antes de irme a dormir, echo un último vistazo al móvil. Y tú sigues allí, con esa foto con fondo verde, esa camiseta azul y tu pelo largo. Y cierro el móvil, e intento dormir.
Cuando me di cuenta, desde la estación ya avisaban que mi tren llegaba pronto. Me levante, me sacudí la arena de los pantalones y de las botas, e intenté llegar al tren. Por suerte, venía uno en cinco minutos, porque ese lo perdí. Me senté en ese banco de la estación donde nos sentamos una vez. Tú estabas empezando a ponerte mala, y yo, tonto de mí, no te acompañé hacia casa. Ese día me dijiste que estabas enamorada de mí. De mí. Cuando volví hacia casa, mis padres me preguntaron que donde iba con esa cara de tonto enamoradizo por la vida.
Me arrepiento de los besos. Porque podrían haber sido más largos, o mejores. Me arrepiento de haberte dicho demasiadas veces te quiero, y de no habértelo dicho suficientes. Aún me quedan muchos en la recámara, pero ya no pueden salir. Se quedarán allí hasta que se conviertan el polvo.
Yo quiero usarlos. Y quiero usarlos contigo.
Por eso mismo estoy aquí, ahora, escribiendo delante de mi libreta, todo esto.
Subí otra vez al tren, y una frase me vino a la cabeza. Ese día, los elefantes habían conseguido volar. Porque uno más uno ya no eran sesenta. Uno más uno ahora eran dos. Y un cubo de agua fría me golpeó. Y realidad. Y rabia. Y te sigo queriendo.
Ya sabes que cagarla siempre ha sido mi punto fuerte. Y quizás lo esté haciendo ahora mismo. Pero de esto no me arrepiento.
…
Estoy escribiendo como nunca. Y sí, sigues siendo mi principal fuente de inspiración, mi musa. Si cuando estaba triste estando juntos ya escribía, imagínate ahora. Podría llenar toda la biblioteca de Mundet (aunque tampoco haya mucho que llenar).
Y sí, duele, muchísimo. Pero supongo que ya sabes de qué dolor hablo. Intento cantar las canciones que te hice, pero siempre me quedo a medias. No puedo. Me inundo, y no sé nadar.
Cada mañana, cuando me levanto, y después de mirar el móvil, abro el libro que me regalaste, leo la página del día, y escucho la canción que toca. Me arrepiento muchísimo de haber borrado nuestras fotos. Me arrepiento muchísimo de haber quemado todo lo que tenía. También quemé cosas que tenía escritas y que aún no habían visto la luz (ni la verán).
Cuando llegué a la estación de Canet, me puse la capucha, los cascos, y empezó la rabia de verdad. Estaba cabreado. Vinieron Joan y Jordi a casa, y sí, encendimos el fuego y lo quemé todo. Todo era rabia. Bebimos, chillamos y lloré. Pero, curiosamente, la rabia acabo cuando tú me enviaste un mensaje. “Com estàs?”, decía. Y te llamé. Y no sé porque, me calmé.
“Tienes que pasar página”. Que te den. No quiero pasar página. Esta página le da mil vueltas a cualquier libro. Quiero dormir entre los pliegues de cada hoja.
Y aunque digas que no, yo sí creo que hicimos el amor. “El que está enamorado hace el amor todo el tiempo, incluso cuando no lo está haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el vaso”. Sí, he llegado al punto de citar a Paulo Coelho.
Que estoy bien, ya sabes que tiendo a sobreactuar, y a hacer dramas de todo. Que claro que me duele, que me dueles, pero que no es algo que no se pueda soportar. No se puede morir de pena.
Lo he intentado, pero ni escribiendo puedo decirte lo mucho que te echo de menos. Echo de menos los pequeños detalles, las tonterías, nuestros piques tontos y nuestras llamadas. Ahora mismo, no quiero enamorarme de nadie más que no seas tú.
Y lo sé, soy imbécil al decirte todo esto. Que yo no me tropezaría otra vez con la misma piedra, que yo le haría un monumento a esa piedra. Que quiero a esa piedra como nada en este mundo. Me haría geólogo para poder entenderla.
Porque tenías razón, no supe entenderte. Lo que yo creía que entendía era una falsa imagen de entendimiento. Tan solo era “la punta del iceberg”. Porque creo que nadie puede llegar a entender nada si no lo vive en su piel.
Estoy dividido. Está la parte racional, la parte madura, la que no está escribiendo esto ahora mismo, que dice: “Hicisteis bien, Pablo. Es lo mejor para los dos. Os hacíais daño. Esto duele, pero quedarse a la larga hubiera sido peor. Sí, sé que la quieres, y lo mucho que la has querido, pero tienes que intentar dejarlo atrás, quedarte con lo bueno, con todo lo que has aprendido de ella, y seguir andando.” Después está la parte que domina mayoritariamente mi vida, la parte de donde salen todas las ideas, la parte Pablito, que dice: “Escríbele. Una hora y treinta y cuatro minutos de tren, doce de bus y te plantas en su casa. Y le dices todo esto. Llámala. Cántala. Cántale. Estáncate. Vuelve a cagarla. Dile que es la mujer de tus sueños, y que nadie le llega a la suela de los zapatos. Enamórate. Enamórala. Vuelve”.
La parte racional sabe que tiene razón, pero a la parte Pablito quiere volar. Estoy intentando llegar a un acuerdo con las dos. Llegar a volar, pero siempre sin dejar muy lejos tierra. Porque no quiero volver a estrellarme. Porque, joder, la última vez me dejó destrozado.
Sé que seguramente ya no volveremos a estar juntos, me ha costado mucho asumirlo, y me sigue doliendo (aunque yo lo volvería a intentar mil veces). Pero ya es un pasito. Y sé que, poco a poco, y pasito a pasito, los dos nos iremos recuperando. Y que algún día los dos volveremos a correr. Y sí, volveremos a caer. Y dolerá. Pero quizás duela menos. Tirita en la rodilla y pa’ arriba. Y a seguir corriendo. Y llegar al final de la curva de la vida derrapando, destrozado, hechos polvo, y decir: “¡Joder! ¡Ha sido un viaje movidito!”
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