Un fuerte calambre en el pecho hizo que me despertara de golpe. Había soñado que estaba con mi hermana probándonos vestidos de novia y nos estábamos divirtiendo. Me dolía mucho la cabeza, pero no era la primera vez que me despertaba así. Intenté levantarme para ir a por un analgésico, pero había algo que me lo impedía, eran como esposas que me ataban a la cama y no me dejaban moverme. Tampoco podía abrir los ojos y cuanto más lo intentaba más me dolía la cabeza. Entonces volví a notar aquel fuerte calambre, esta vez más intenso y más desgarrador.

Escuchaba voces a lo lejos y, aunque no lograba distinguir lo que decían, sabía que hablaban de mí. Un rato después dejé de sentir que estaba atada. Me estaban moviendo y era frustrante no ver nada porque me moría de ganas de saber lo que estaba ocurriendo. Quizá me estaban gastando una broma. Mis amigos sabían que era muy difícil sorprenderme ya que siempre me enteraba de sus planes, por eso tal vez se les había ocurrido esa macabra manera de hacerlo. Si estaba en lo cierto, no me gustaba nada y tenía claro que en cuanto me dejasen moverme me iría de allí.

Se escuchaban los pasos de varias personas junto con las ruedas de donde se suponía que me estaban transportando. No tenía claro si estaba en una cama o en una caja acochada, pero al movernos no notaba nada, el aire no se movía ni había ningún olor que me pudiese indicar hacia dónde estábamos yendo.

Aún con los ojos cerrados veía luces como si me estuvieran alumbrando con algún foco o una luz muy potente. Ya nadie hablaba. Quizá estuvieran a punto de liberarme, porque había un silencio extrañamente incómodo que hacía que hasta yo misma estuviera impaciente por saber lo que pasaría después. Esperé. Todo seguía igual, ni un solo ruido. Contaba los segundos para saber cuánto tiempo más iba a estar así, pero no ocurría nada.

De repente empecé a sentir que me caía, como cuando estás soñando y tienes la sensación de perder el equilibrio. Lo bueno de esos sueños es que acto seguido te despiertas. Yo esperaba hacer lo mismo, poder abrir los ojos y ver las caras de los culpables de aquella broma.

Sin embargo, no fue así. En vez de verles a ellos me encontré con un cielo completamente azul, sin ninguna nube. Por fin podía moverme y me sentí aliviada al ver que no tenía nada que me atase. Al contrario de lo que pensaba, estaba sobre la hierba, a la orilla de un lago con el agua completamente roja. Al ver aquel color me asusté de que pudiese estar provocado por mi sangre, pero no tenía ni un rasguño. Me sentía mejor que nunca. Ya no me dolía la cabeza y el recuerdo del calambre que había tenido en el pecho parecía haber sido solo una pesadilla.

Me acerqué lentamente hasta el agua para tocarla y comprobar si aquello era real. Justo cuando estaba a punto hacerlo una fuerza me empujó hacia dentro, haciendo que todo mi cuerpo se sumergiera. Quise salir, pero una especie de tentáculo me sujetó fuerte del brazo impidiéndomelo. Cada vez me hundía más y más hasta que de repente escuché mi nombre. Alto y claro, como si supieran exactamente quién era.

―Caitleen Davens ―repetía una y otra vez una voz femenina. Me resultaba muy familiar, pero no sabía de quién era.

Al estar bajo el agua no notaba que me faltara el aire. Parecía como si, a pesar de estar siendo arrastrada hasta el fondo de aquel lago, estuviese dentro de una burbuja de aire que me protegía.

―¿Quién eres? ―conseguí decir y, al escucharme, me di cuenta de lo realmente asustada que estaba. Nadie contestaba―. ¿Quién eres? ―volví a preguntar, esta vez alzando más la voz.

―Soy tu ángel ―susurró y noté como si me lo estuviese diciendo al odio para que solo yo lo escuchara.

―¿Mi ángel? ―repetí, confusa.

―Tu ángel de la muerte ―aclaró, lo cual me resultó cómico a la vez que aterrador.

Justo cuando parecía que iba a llegar al fondo, mi cuerpo se golpeó contra la arena y empecé a dar vueltas hasta que aparecí en otro lugar. Ya no había agua, aunque mi ropa estaba empapada. Estaba en la calle y todo el mundo a mi alrededor me miraba, no con espanto sino con alegría. Se alegraban de verme y no sabía por qué. Miré a todos lados con la intención de averiguar dónde estaba, pero nada me resultaba familiar. Todo a mi alrededor eran edificios enormes sin ningún árbol ni tienda. Las calles estaban limpias, parecía que nunca nadie hubiese pasado por ellas. Tampoco había semáforos ni carteles. Luego miré a las personas, en un intento de reconocer alguna cara. Había dos grupos diferenciados, unos pocos iban de rojo y azul y el resto de blanco. Un blanco que hacía daño a la vista. No conocía a nadie.

De repente apareció un pequeño pájaro de color granate con los ojos saltones y el pico pequeño. Cuando más batía sus alas, más brillaban sus plumas. Se acercó a mí, esquivando a la gente que había en medio, y se quedó mirándome también.

―¿Qué eres? ―dije, al darme cuenta de que no era un simple pájaro.

He venido a ayudarte ―me respondió, en un tono muy agudo. No parecía que hubiese abierto el pico para hablar, y comprendí que aquella voz había sonado en mi mente.

―¿Por qué estoy aquí? ―quise saber, pero al escucharme hizo un gesto extraño con los ojos, entrecerrándolos. No podía contestar a mi pregunta.

Bienvenida a Aeternitas ―dijo finalmente.

De repente, toda la gente se empezó a acercar a mí, formando un círculo. No me gustaba nada lo que estaban haciendo. Me daba la sensación de que querían algo de mí. Sin vacilar, me hice paso entre ellos, golpeando a un par para poder escapar. Corrí lo más rápido que pude por una de las calles hasta que no aguanté más y tuve que parar. No sabía dónde estaba, todo estaba desierto. Parecía que los únicos habitantes de aquel lugar habían ido a recibirme y se habían quedado allí. No podía saber si me habían perseguido o si sabían dónde estaba, pero decidí meterme en un callejón entre dos edificios por si me buscaban.

Me resultaba repugnante el hecho de que hasta la esquina más oscura de aquel lugar estaba impoluta. Aquello no era normal. La única explicación de que no existiera suciedad en aquel lugar era que aquello no fuese real. Intenté buscar la manera de despertarme, me pellizqué el brazo sin ningún resultado satisfactorio. Luego me golpeé la cara, pero solo conseguí que me escociera durante un rato. Me dejé caer en el suelo, resignada, sin saber qué podía hacer para salir de allí.

De repente, como si se tratara de un espejismo, apareció una mujer bastante más mayor que yo, con el cabello negro y los ojos de color ámbar. Llevaba un vestido plateado que la llegaba hasta los tobillos e iba descalza. Se acercó a mi lentamente y se sentó a mi lado. La miré con desconfianza y me alejé de ella.

―No debes tener miedo ―me dijo con voz serena.

―¿Qué hago aquí? ―pregunté con un nudo en la garganta. Aquella persona parecía tan real.

―Tu vida en la tierra ha acabado.

―¿A qué te refieres? ―añadí, asustada por lo que estaba escuchando. Ella suspiró y me miró.

―Somos como las estrellas, cuando más brillamos es cuando estamos muertos ―sentenció.

―¿Quieres decir… ―tragué saliva y volví a empezar― quieres decir que estoy muerta? ―Ella simplemente me miró sonriendo, lo cual interpreté como una afirmación―. No lo entiendes, tengo que volver con mi familia.

―Esto es solo el principio de tu nueva vida. ―Me tocó la piel con su mano y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Como si de una película se tratase, pude ver todos los momentos importantes de mi vida: cuando aprendí a andar, mi primer novio, mi graduación. Todo pasaba muy rápido―. Existirás en sus pensamientos, pero ya no formarás parte de su mundo.

Entonces el mismo pájaro de antes volvió a aparecer. Parecía sacado de una película de dibujos animados, pero el hecho de que le estuviera viendo me hacía entender que algo en mi cabeza no estaba bien. ¿Me estaba volviendo loca?

Se acercó a mi lentamente, con la esperanza de que no me fuera. Miré a la mujer, pero ella ya se había marchado, como si nunca hubiese estado allí. No llegué a entender si lo que me había dicho era real o si se estaba burlando de mí, pero no me importaba. Sin pensarlo, me levanté y volví a salir corriendo en la dirección opuesta a la que había venido. Si no podía huir de mi propia pesadilla, al menos tenía que intentarlo. No dejé de correr hasta que me encontré con un edificio mucho más grande que los demás. Algo me decía que allí encontraría respuestas a lo que me estaba ocurriendo. Entré sin detenerme, sin importarme quien estuviera dentro. Sabía que no eran reales, todos eran producto de mi imaginación y tenía que escapar de ellos porque si les dejaba que me cogiesen quizá nunca saldría de allí.

Subí lo más rápido que pude hasta la última planta, temiendo que aquel pájaro fuera más rápido que yo. Al llegar a la azotea pude ver toda la ciudad al completo. Era más grande de lo que me esperaba y muy diferente a lo que yo conocía. Entre los edificios había una especie de raíles por los que pasaban lo que parecían ser coches. También me di cuenta de que había muchos insectos y pájaros revoloteando y persiguiéndose unos a otros como si fuesen niños jugando. Por suerte, no había nadie conmigo, pero aún seguía sintiéndome observada. Sabía que alguien, desde algún lugar, contemplaba todo lo que hacía y aquello me daba escalofríos.

Tenía que encontrar la manera desaparecer. De volver a mi hogar junto con mi familia y mi prometido. No podía quedarme encerrada en aquel lugar. Entonces se me ocurrió que, al tratarse de una pesadilla creada por mi mente, yo era la única ancla entre la imaginación y la realidad, lo cual quería decir que, si acababa con mi vida, mi mente se apagaría por un instante y la realidad volvería para rescatarme.

Me acerqué rápidamente hasta uno de los extremos y miré hacia abajo. Estaba muy alto, pero supuse que mi plan funcionaría. Me subí al alfeizar y me quedé mirando el cielo antes de saltar.

No lo hagas ―dijo una voz dentro de mi cabeza. Me giré lentamente y vi que aquel pájaro volvía a estar junto a mí.

―Tengo que salir de aquí, es la única manera ―contesté decidida.

No puedes ―añadió. Sonaba desesperado. Le miré extrañada y algo incrédula.

―Tengo que volver.

No puedes salir de aquí ―respondió.

―¡Claro que puedo! ―exclamé, soltando una carcajada―. Todo está en mi mente.

Te equivocas.

―Ya lo verás ―contesté, dando por acabada la conversación. Sin dejar de mirarle di un paso hacia atrás y me dejé caer al vacío. Cerré los ojos y me imaginé de nuevo con mi familia, cenando todos juntos como si nada hubiera pasado.

Cuando quise darme cuenta, me había dado de bruces contra el suelo. Me dolía cada hueso de mi cuerpo y no podía moverme. Abrí los ojos para ver si todo había desaparecido, pero seguía estando en aquella pesadilla que parecía no acabar.

Te lo he dicho, nadie escapa de su destino ―añadió con tono melancólico. Me lo había advertido y no le había hecho caso. En ese momento, me di cuenta de que tal vez lo que la mujer me había dicho era verdad y que estaba muerta. Lo que no comprendía era por qué precisamente yo estaba en aquel lugar al que llamaban Aeternitas. Luego, volví a cerrar los ojos.

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