Estás de pie, luchando ferozmente contra tu propio cuerpo, contra las sigilosas súplicas de éste para alcanzar un estado de reposo. Te tambaleas a cada paso, casi no puedes andar, incluso tiemblas, sabes que no podrás mantenerte por mucho tiempo así. Más esto no despierta interés ninguno en tu persona.

En frente de ti se encuentra una pequeña cama de madera, de esas que ha vivido el cambio de un siglo a otro, con una cabecera desgastada, llena de agujeros y formas si ningún patrón. No está vacía. Tumbado bajo las grises sábanas bañadas en sudor, con la cabeza apoyada en una almohada vieja y sucia se encuentra Él, si, Él con mayúsculas, porque para ti, es Él.

Su cabello, negro como el carbón descansa revoltoso en una frente pálida, llena de cicatrices y arañazos, algunos más profundos, como la de su pómulo que naciendo en la comisura de su ojo izquierdo desemboca unos centímetros por encima de sus labios, otras convertidas en un recuerdo tatuado en la piel, fruto de un carácter difícil y desapacible. Sus ojos del color del ámbar, grandes y profundos, tanto que sientes poder descubrir un mundo entero en ellos, pestañas largas y pronunciadas, podrían ser fruto de envidia de cualquier fémina. Unos labios carnosos e insípidos, envueltos en una barba bruna y corta, pero sólida.

Siempre te ha gustado ese rostro, te ha inspirado armonía, sosiego. Desde el momento en el cuál se cruzó por tu camino aquel catorce de mayo de mil novecientos ochenta y nueve durante un concierto en Varsovia de Dżem, tu grupo favorito, supiste que seria el hombre con el cuál debías casarte.

Ocho años mas tarde descubriste lo equivocada que estabas.

Y ahora estás aquí, en esta habitación pequeña y oscura, tanto que hasta comienza a producirte claustrofobia y escalofríos. Un olor a humedad inunda tus fosas nasales. No quieres estar aquí, no quieres vivir en esta pesadilla por más tiempo, desearías salir y de hecho, puedes hacerlo ya que hay una puerta y está abierta, pero no lo haces ¿por qué no te marchas?

Sientes como si la corta distancia que separa una pared de otra disminuyese por minutos haciéndote quedar encerrada. Y si, hay una ventana, pero es vieja y está estropeada, de hecho, llevas días intentando arreglarla y conseguir que el frío del invierno no penetre dentro de esta caja negra. Aunque ayer llegaste a la conclusión de que es mejor desistir ¿por qué?

Los sutiles rayos de luz que consiguen atravesar el cristal de la ventana, tapada con unas cortinas negras mate, permiten realzar de entre aquella oscuridad una pequeña mesita de noche, colocada al lado derecho de la cama. Apoyada en ésta se encuentra un marco que acoge dentro una fotografía vieja y arrugada de un recuerdo feliz, dos ancianos abrazados. Son tus padres, meses antes de que muriesen con horas de diferencia en el hospital. No le das importancia a ese mueble, siempre ha estado allí y no ha aportado nada más que dolor, producto de algún que otro golpe desafortunado en el pie. Y no podría faltar tu tocadiscos, el cuál se encuentra situado en la esquina izquierda de la habitación, ese amado cacharro que tu prima Sywia te regaló hace veinte años por tu cumpleaños. lo adoras, aunque nunca lo hayas cuidado demasiado, y es por ello que, sin una razón aplicable, sólo reproduzca el principio y el final de las canciones.

-¡Aahh! -gritas a la par que tu mano derecha asciende hasta el origen del dolor.

Es por tu cabeza ¿qué le ocurre?

Sientes como si miles de agujas atravesasen tu cerebro. Cierras los ojos un instante, o, más bien, aplastas los párpados entre ellos, fruto del suplicio que estás experimentando en este momento.

Pero lo importante para ti es Él. Así que desprendes tu mano de la cabeza y dejas que tus pupilas vuelvan a recuperar la visibilidad.

Suspiras y decides ignorar el dolor.

Desde aquella distancia corta pero prudente le observas fijamente, llevas horas mirándolo, como si fuese lo único que existiera en este momento, como si temieras perderte algún detalle de este instante, por pequeño que fuera.Acaricias con tu mirada el contorno de su rostro. Tus ojos recorren paulatinamente las suaves facciones de su cara y no puedes evitar preguntarte ¿por qué lo has hecho?

Él te observa.

Y ahora con agilidad deslizas tu mano derecha, temblorosa y fría, hacia su rostro, buscando de manera desesperada algún tipo de contacto más íntimo. Porque lo necesitas, necesitas sentir su presencia. Tus pupilas viajan como si de un tranvía se tratase, de un destino a otro, una y otra vez, ojos y manos, en bucle. Tratas de encontrar el consentimiento en su mirada, una sonrisa de aprobación, en vano, ya que el no reacciona, se mantiene quieto, sus ojos parecen perdidos en el infinito, ese del cual tu no formas parte. Notas cómo crece en ti un sentimiento de desesperación, choca contigo cual bomba.

Los minutos pasan pero te niegas a desprender del que un día fue tu príncipe azul, ahora mas bien seria una mera parodia de éste. Acaricias con la yema de tu dedo gordo la pulcra piel de tu contrario, anhelando una respuesta que, en sentencia, no obtienes. Así que finalmente privas tu mano de la fricción de su compañero, observándole fielmente .

Tienes mucho que decir, tu cabeza está repleta de ideas, emociones arraigadas muy dentro que buscan salir a la superficie. Pero es ese nudo, ese nudo que llevas años alimentando te impide hablar. Coges el aire en una intención de pronunciar algo, en vano, expulsas el dióxido de carbono sin darle un sentido más allá de una mera función vital, lo conviertes en un suspiro y agachas la mirada.

Él no dice nada ¿por qué no te habla?

Pero tu tampoco lo haces.

Silencio…

Esta habitación es tan pequeña que sientes como si los latidos de tu corazón retumbasen entre las paredes, es lo único que oyes, emplazado con tu agitada respiración.

Sigue mirándote, su expresión no varía, no dejas de sentir esos ojos color avellana posados en tu persona, casi sin parpadear.

¿Parpadean?

Decides sentarte en el suelo, porque el cúmulo de horas que llevas allí de pie comienza a pasar factura a tus piernas. Eres de las impacientes, esas que no pueden quedarse quietas, necesitas movimiento y es por ello por lo que la suela de tus zapatos está tan desgastada, fruto de la cantidad de vueltas de reloj que llevas presenciando en esta habitación. Y las mil y una que tu misma protagonizas sin ningún rumbo.

Porque llevas días, semanas enteras allí. Es lo que tiene el amor, piensas.

Silencio…

Tic, tac, tic, tac, tic, tac…

El reloj no cesa y su sonido está comenzando a ponerte muy, muy nerviosa. No duras ni un minuto sentada, te levantas rápidamente y comienzas a caminar, después le miras, luego miras a la pared, la cama, el reloj, la mesita, la ventana, cama, pared, reloj, mesita, cama, le miras, mesita, pared, cama, pared, reloj… Tus ojos viajan tan rápido que ni tu misma eres capaz de seguirles el ritmo y sientes que solo puedes hacer una cosa…

GRITAS.

Y ahora el ambiente se calma. Pero el tictac continúa, impidiéndote pensar con claridad. Ese reloj te inspira cariño, incluso lástima, pero lo descuelgas de la pared y lo tiras al suelo, en un intento de destrucción. No te importa que sea un regalo que tu madre trajo de Grecia hace quince primaveras, ahora solo deseas paz.

Deslizas la mirada hacia tu compañero y te quedas pensativa un instante, porque lo sabes, sabes que hay algo que falla.

¿Por qué hace tanto frío? ¿por qué no arreglas esa maldita ventana? Tu piel lleva días asemejándose a la de una gallina, tus manos están tan heladas que podrían hacerle competencia a un iceberg. Y no, no te gusta esa sensación, pero no haces nada al respecto ¿por qué no haces nada al respecto?

Ahora vuelves a acercar tu mano hacia la suya, y la agarras con cuidado. Está helada, al igual que cada rincón de aquella habitación. Sabes perfectamente lo que ocurre, aunque inconscientemente trates de ocultarlo…

Él está muerto.

¿No te acuerdas? Lo mataste, hace un mes, de un golpe en la cabeza.

Caes al suelo y tus ojos comienzan a empañarse. Esas jugetonas gotas de agua salina se deslizan con destreza por tu rostro hasta morir en tus labios ¿por qué lo has hecho? Te preguntas

Intentas recordar mentalmente que fue lo que te llevó a cometes semejante acto. Levantas tu brazo derecho para poder observarlo, está lleno de moratones, de marcas faltas de cariño, lo cierto es que llevabas meses con lesiones por todo el cuerpo, meses encerrada como en una jaula bajo su mandato, hasta que decidiste que era hora de cambiar los papeles ¿es tan cruel desear ser libre? Piensas.

¿El dolor de cabeza? Fruto de los innumerables golpes que Él te produjo, te hizo pensar que estabas loca hasta que tu misma llegaste a creerle, y así, finalmente, hace un mes, decidiste acabar con todo.

Miras a tu alrededor, hay otro motivo por el cuál esa habitación está oscura.

Te levantas nuevamente y caminas hacia la ventana decidida, necesitas poder observarlo todo con claridad, así que dispersas las cortinas y permites que la luz bañe de manera tenue la que se convirtió con el paso de los años en tu cárcel personal.

Y ahora puedes verlo, puedes ver la sangre, las incalculables manchas en el suelo. Te acercas hacia tu tocadiscos y lo enciendes, necesitas escuchar algo, relajarte de alguna forma, estimular tus sentidos.

¨Déjame llevarte a allá, porque voy a los campos de fresa, nada es real y no hay nada para perder el tiempo, campos de fresa por siempre…¨

Tu no eres una asesina.

Y es por eso por lo que que necesitas una temperatura por debajo de cero, necesitas mantener esa piel sin descomponer. Sus ojos no dejan de mirarte porque ya no pueden hacer más que eso, prefieres que se mantengan abiertos, tienes algo muy importante que decirle y necesitas que te mire.

Todas estas semanas encerrada con un cadáver, caminando de un lado a otro de la habitación, con el corazón en el puño y muchas, muchísimas lágrimas, todo eso para finalmente atreverte a decir…

– ¡No!

¨…vivir con los ojos cerrados es fácil entendiendo mal todo lo que se ve, se está poniendo difícil ser alguien, pero todo se resuelve, esto no me importa demasiado¨

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