El toque de queda sonó hace mucho, los soldados invaden ya las calles en busca de rebeldes.
Intento no ser vista, saltando de una sombra a otra, rezando porque mi vestimenta negra sea suficiente camuflaje en esta noche cerrada.
Desde que el Imperio se hizo con el poder todo ha empeorado. Sólo viven dignamente los Rosados, mientras que el resto, los Grises, somos la escoria de la sociedad. Nos matamos a trabajar por una miseria, que no nos da para comer.
Por eso me veo obligada a esto, rebajarme a ser una vulgar ladrona, para poder sobrevivir. Estoy harta del tipo de vida que me han hecho llevar, en lo que me han obligado a convertirme… Estoy harta … Pero no pienso rendirme, conseguiré mi libertad, por muy caro que cueste, cómo si tengo que morir, me da igual, cualquier cosa sería mejor que esto.
Unos soldados se acercan al callejón en el que estoy escondida. Así que, sin pensarlo, salto dentro de una de las entradas al alcantarillado del Imperio. Cuando llego al suelo, un doloroso escalofrío me recorre las piernas de abajo a arriba. Me he hecho daño en la caída, pero no tengo tiempo de parar.
Un olor nauseabundo me golpea la cara, viene de la asquerosa agua que me cubre hasta la parte superior del tobillo, así que me voy hacia un estrecho pasillo de hormigón, por el que difícilmente pasan dos personas.
Para mí suerte, cada pocos metros hay un farolillo de luz parpadeante que me permite ver algo más allá de mis narices. Aún así voy palpando el muro de ladrillo, no valla a ser que tropiece.
Busco en mis bolsillos el botín de esta noche. Cinco monedas y unas cuantas joyas que le «tomé prestadas» a una despistada señora. Mañana podré comer.
Ya habrá pasado una hora desde que entré. «Lo mejor será pasar aquí la noche, saldré mañana, ahora sería muy arriesgado…»
El sonido de tambores me saca de mis pensamientos. La rítmica música viene de una roída puerta de madera a la entrada de un túnel.
Miro la cerradura, al igual que la puerta es muy antigua. Saco mis ganzúas y la fuerzo sin trabajo. Empujo la puerta y se abre con asombroso sigilo.
Doy a una plaza abarrotada de gente, que se mueve ordenadamente al compás de los tambores. En el suelo hay dibujadas abstractas figuras, hechas con pequeñas piedras intercalando blancas y negras. Y pegadas a las paredes hay un camino de antorchas que alargan siniestramente las sombras de todo lo que me rodea.
Todo el mundo lleva capas negras con una especie de sol plateado dibujado a la espalda, y se dirigen entre murmuros hacia un andamio en el que espera, solitario, un hombre de tez oscura, alto y musculoso, con el notable contraste de su pelo totalmente blanco.
Acabo rodeada de gente, y en la plaza se reunen unas trescientas personas con facilidad.
«¿Qué estará pasando?»
Por fin reconozco el peculiar sol de las capas. He dado con la guarida del Nuevo Renacer, un grupo de rebeldes y radicales, que no entienden maneras a la hora de luchar.
Si no salgo de aquí antes de que me vean estaré metida en un buen lío. Pero no puedo mover ni un dedo, estoy atrapada.
-¡Un Nuevo Renacer se levanta! – grita el hombre, y consigue a su vez el silencio absoluto en la estancia – Compañeros, nuestra libertad está, al fin, asegurada. Sólo necesitamos un par de valientes capaces de afrontar su propia muerte.
Los murmullos que antes habían callado, resurgen, y acaban por convertirse en un insoportable jaleo.
-Compañeros, por favor, mantened la calma. Ya tenemos un voluntario, sólo necesitamos…
-¡Una intrusa! – grita alguien a mi espalda, mientras me agarra por los brazos.
-Llevadla a mi despacho – concluye el hombre de tez oscura – ¡La reunión queda suspendida hasta nuevo aviso!
Cuatro hombres me llevan a rastras por diferentes pasillos, y por mucho que intento zafarme de su agarre, no lo consigo.
Llegamos a una sala, y me arrojan al interior como si fuera basura, para después cerrar la puerta detrás de mí.
Me pongo en pie con esfuerzo y examino el interior. La habitación es muy sencilla, tan sólo consta de un enorme escritorio de madera y un par de sillas. En una de las paredes hay un espejo al que me asomo.
La trenza con la que había salido al atardecer, ha sido sustituida por una maraña de pelo pajizo. Tengo una nueva cicatriz en la mejilla, otra para la colección, aunque, al menos es la primera en la cara. Sólo tengo 17 años, pero aparento más, es la huella de tantos años sufriendo el martirio del Imperio. Desde entonces no tengo brillo en los ojos (de un azul intenso), ya que me lo arrebataron todo.
La puerta vuelve a abrirse a mi espalda, y el hombre que antes estaba dando el discurso, se sitúa ante mí.
-Toma asiento – dice mientras él hace lo mismo -. Me interesaría saber cómo has llegado hasta aquí. Aunque antes, soy Robert Deep, líder del Nuevo Renacer, pero supongo que ya lo imaginabas – asiento levemente – ¿Y tú eres…?
-Me llamo Elizabeth (Beth para abreviar) Evans. Y no pretendía llegar aquí, verá – me saco lo que he robado esta noche de los bolsillos y se lo enseño – me he metido por las alcantarillas para huir de los soldados, y mientras caminaba he oído el sonido de tambores, así que me ha entrado curiosidad. Además una puerta tan antigua con una cerradura tan fácil era como una invitación a entrar.
Se le curvan los labios formando casi una imperceptible sonrisa.
-Eres consciente de que no puedo dejar que te marches sin más ¿Verdad?
-¿Entonces? – digo esperando lo peor.
-Tienes que darme algo acambio.
Se me viene a la cabeza el discurso que acaba de dar.
-¿Y si me presento voluntaria para vuestra “misión”?
-No creo que sea una buena idea.
-¿Por qué no? No tendrías que buscar voluntarios entre los tuyos, y yo deseo mi libertad.
-Esto no es un juego niña, hay mucho que perder.
-No soy una niña, y no tengo nada que perder, me da igual si muero.
-¿Y tu familia?
Desvío la mirada.
-Ellos… – comienzo – fueron asesinados en una de las redadas del Imperio. Mis padres y mi hermano… no me queda nada, ni nadie. Llevo sola desde los diez, y me las he sabido apañar, así que no crea que es fácil liquidarme.
Esta vez sí que sonríe, y deja a la vista una reluciente dentadura blanca. Me ofrece una mano.
-Te presentaré a tu compañero, espera aquí.
«Ya está». Siete años luchando por sobrevivir, y en diez minutos he conseguido un pase a mi libertad.
Un rato después vuelve, acompañado de un chico.
-Señorita Evans, este será su compañero, Will Rogers.
El suso dicho es un joven de unos dieciocho años, de piel morena, ojos castaños y el cabello color arena. «Es guapo».
Instintivamente me arreglo el pelo con las manos y me aliso la ropa. Seguramente he quedado como una cría estúpida.
-Will, esta es Elizabeth Evans.
-Beth – aclaro, y le doy un apretón de manos al joven.
-Encantado preciosa. – me dice.
Arrugo la nariz.
-Nunca me llames así.
-De acuerdo, preciosa.
Voy a replicar, pero se da la vuelta y sale de la habitación.
-Partireis mañana al alba. – me informa Robert.
-¡Eso es dentro de cuatro horas! – replico.
Y en lugar de contestarme se encoge de hombros y se va.
Me acomodo en un catre que han apañado para mí, después de darme una ducha y de peinarme eso sí. No sé cómo lo hago pero consigo dormir esas pocas horas a pierna suelta, y cuando Will me despierta, me siento como nueva.
-Vamos preciosa, es hora de irse.
No me dice nada más, ni él ni nadie, ni siquiera me explican lo que se supone que tengo que hacer.
Salimos a la superficie. Ya todo ha vuelto a la normalidad, la mayoría de los soldados se han ido, y los Grises vuelven a abrir sus puestecillos.
-¿Dónde vamos? – pregunto por fin.
-No estás autorizada a esa información.
-¿Se supone que he de participar en esto sin saber nada?
-Sí, sólo tienes que seguirme – voy a replicar pero levanta una mano para callarme -. Si tienes algún inconveniente no haberte colado en las alcantarillas, preciosa.
-Pero serás…
-No hay tiempo, preciosa, acelera el paso.
***
Andamos horas y horas, y cuando comienzan a dolerme los pies, llegamos al bosque prohibido. Nunca antes había entrado aquí, sólo con con estar en las afueras, estás arriesgado a la condena de muerte.
Mientras caminamos hacia el que sea nuestro destino, vamos hablando de nuestras vidas y aspiraciones, y así descubro que, al igual que yo, es huérfano, pero a diferencia de mí, él ni siquiera conoció a sus padres, los del Nuevo Renacer le rescataron de las calles.
-Me salvaron la vida – concluye – ¿Y tú?
Le cuento la triste historia de mi vida, y él escucha escucha en silencio.
-Entonces coincidimos en algo – me dice -, lo daríamos todo por nuestra libertad preciosa.
-Yo no sólo eso, quiero ver el Imperio arder, por todo lo que han hecho.
Saca un par de manzanas de nuestra única mochila y me ofrece una.
-Eso no cambiaría nada, no nos devolvería a nuestras familias, simplemente se destruirían otras – dice cómo para sí, con la mirada perdida -. Créeme la venganza no haría que te sientas mejor.
-¿Lo dices por experiencia propia?
-He matado a bastantes soldados durante mi vida, en cada golpe que damos, muchos pierden la vida (también de los nuestros) por eso te digo que eso no soluciona nada, simplemente aumenta tu vacío interior.
Habla como una persona rota que ha visto y vivido mucho sufrimiento, y no puedo evitar abrazarle aunque le pilla de imprevisto.
-Se hace tarde – me dice -, deberíamos pasar aquí la noche, mañana llegaremos a la libertad.
-¿Puedes, por favor, decirme a dónde vamos?
Suspira y se pasa las manos por el pelo.
-Está bien, mereces saber en qué te has metido.
»Se supone que mañana al anochecer tendremos que haber conseguido abrir las Murallas del Límite. Los del Nuevo Renacer esperarán nuestra señal, e intentarán sacar a todos los Grises de aquí.
Tardo unos segundos en procesar la información. Esto es mucho más gordo de lo que me imaginaba, si sale mal…
Dormimos juntos, puede que muera con él, y se me ocurre nadie mejor con quién hacerlo.
Despertamos incluso antes de que amanezca. Nos espera un largo y duro viaje por delante por lo que me dice.
***
-¿Cuál es el plan? – le pregunto cuando llegamos a la muralla.
Está vigilada por siete soldados, y eso sólo en este tramo.
Cinco de ellos hacen la guardia mientras que dos esperan a cada lado de la monumental puerta de acero.
-Yo me encargaré de ellos – dice sacando una pistola -, tú trata de abrir la puerta.
-¡Pero son siete soldados armados! – protesto con impotencia – ¡Y tú sólo tienes una pistola!
Me sujeta la cara entre sus manos y me besa con dulcura.
-Un placer conocerte, preciosa. – y se va.
Tumba al primer soldado de un golpe, y el resto atacan. Sale corriendo y lo pierdo de vista, y los seis soldados restantes, van tras él.
Me acerco al soldado tirado en el suelo y le quito la pistola, por si me hace falta.
Entro por una pequeña puerta al lado de la grande, y doy con una escalera. La subo y acabo en una sala, en el centro hay una palanca, tiro de ella y noto como se abren las puertas.
Oigo un ruido tras de mí y me giro pistola en mano, es Will, está herido, pero nada grave.
-Ya he hecho la señal – dice y me coge las manos – ¡Somos libres!
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