Balanzas de risa y llanto.

Balanzas de risa y llanto.

Llueve. Y lo hace de esa manera que provoca nostalgia. No todas las lluvias son iguales, no todas nos provocan el mismo impacto emocional. O quizá es que no siempre somos esas personas emocionalmente estables, de vez en cuando resbalamos, y hoy me ha tocado hacerlo a mí. Me llamo Almudena, o eso creo, y esta es la primera mañana sin Andrés. Me siento como si anduviera con unas botas de goma de suela lisa por una pista de patinaje, me cuesta mantenerme en pie. Las caídas emocionales son adaptativas, sí, pero en mi «otra vida», las caídas emocionales resultaban mucho más llevaderas por el colchón que él me tendía, sin dolor, sin magulladuras, con ciertas notas de diversión al rebotar y encontrarme de lleno con sus labios, esos labios.

Andrés y yo nos conocimos hace siete años, cuando yo tenía veinte. Nuestra relación empezó como suelen empezar la gran mayoría de relaciones amorosas, sin buscarlo. Ese fenómeno que denominan «serendipia», encontrar algo maravilloso cuando no era ese tu propósito, es más, puedo decir que siempre he «huído» del amor, o más bien del compromiso, creo que siempre me atrajo más la idea del amor sin compromiso, de querer cuando yo quiera.

Sí, se lo que estaréis pensando, el egoísmo es mi punto fuerte. Pues sí, en cierto modo lo es. No se habla mucho de los defectos de las personas. Todos nos vendemos maravillosamente ante los demás y es con el tiempo cuando se van destapando las sorpresas. ¿No creéis que funcionaría todo mejor si en vez de vendernos con estereotipadas virtudes empezáramos a hacerlo con reales defectos? Todo sería menos motivador, sí, pero infinitamente más honesto, más real. Qué poco nos gusta la realidad…

Pues bien, sin perder el hilo de mi relación con Andrés, he de deciros que fue la casualidad sentimental más indomable de mis veintisiete años de vida, algo imparable, no podría denominarlo de otra forma. A veces el ser humano se empeña en parar cosas, personas, actuaciones…y a veces hasta lo consigue, pero los sentimientos, queridos amigos, van por libre. No conozco persona en el mundo capaz de parar un sentimiento. Es como coger un puñado de arena fina, puedes retenerla un buen rato en tu puño, pero finalmente acabará escapándose hacia la luz, liberándose por los pequeños huecos entre los dedos.

No quiero ponerme poética, quiero hablaros de Andrés. Es un buen tipo. Sí lo sé, esperabais un conjunto de románticos adjetivos que lo describieran pero estoy ciertamente bloqueada en mis sentimientos hacia él, dolida quizá…A veces el ser humano es un cúmulo de sentimientos contradictorios. Lo que ayer amabas, por lo que ayer matarías, puede que hoy sea la razón de tus ganas de inexistencia, tu motivación para desaparecer del mapa. No, no quiero ponerme melodramática.

Pues bien, os pondré en contexto. Andrés y yo vivíamos en Castro Urdiales. Un maravilloso pueblo costero de la provincia de Cantabria. Éramos casi vecinos, pues sólo dos calles separaban nuestras casas, pero Andrés era invisible para mí. Ese tipo de personas que miras todos los días, pero que no las ves. Esa gran diferencia entre mirar y ver. Personas que sabes que están ahí, que existen, pero que nunca jamás te has planteado explorarlas por dentro, conocerlas.

Es más, me atrevo a decir que Andrés para mí era todo lo contrario a lo que buscaba en un hombre. Siempre he sido una persona superficial, de estereotipos. Si total, huía del compromiso de las relaciones. Era una completa hedonista del amor, placer por bandera y, placer puramente sexual, por supuesto. Mi filosofía de vida en éste ámbito no me hacía buscar un Premio Nobel, o indagar más allá de sus atractivos abdominales o sus pobladas barbas. Sí, siempre me han vuelto loca los hombres con barba.

Hasta ahora, he estado hablando en un pasado muy cerrado, porque siempre he considerado que he vivido tres vidas. La del antes de él, la del durante, y la del ahora. La del ahora es una vida muy corta, no llega a las veinte horas, pero creedme, las más emocionalmente inestables de mi vida. El vacío de una pérdida rápida a veces nos duele más que varios años de ganancia. El ser humano y su estúpida de manía de no valorar las acciones y sentimientos cuando están seguros y bien afianzados en el momento presente. Cuando aprenderemos.

Os hablaré brevemente de mis tres vidas, es difícil resumir tanto en tan poco, pero lo intentaré.

Como ya he comentado, mi vida antes de él estaba vacía de sentimientos afectivos, pleno y puro disfrute sexual, sin compromisos. Sé que no soy quién para daros un consejo, pero me permitiré el lujo de dároslo. Jamás os defináis de una manera cerrada. Como dijo el gran Oscar Wilde «definirse es limitarse» y yo, que tan limitada me creía en el terreno afectivo, de repente, un bofetón de realidad hizo que lo viera todo de otra manera. Ese «bofetón» se llama «circunstancias», unas buscadas, y otras, desgraciadamente, ajenas.

Con veinte años, empezaron las «voces», las alucinaciones recurrentes…Pasé miedo, lo reconozco. Las enfermedades mentales son tan dolorosas como las físicas. El psiquiatra elaboró el informe donde me diagnosticaba «Esquizofrenia Paranoide» y allí me vi, ocupando mis días en un hospital con otras muchas personas, entre ellas jóvenes como yo, perdiendo el control de sus realidades y paliando los síntomas con diferentes fármacos. Podéis imaginaros el negativo impacto que provoca en una joven ser etiquetada de «esquizofrénica», dejas automáticamente de ser esa chica deseada para ser «la loca», me atrevería incluso a decir que mi enfermedad causa verdadero pánico a quien me rodea. El desconocimiento es la lacra humana.

En aquel hospital alejado de mis raíces, aparece Andrés. Típico, ¿verdad?. Pues no sé cómo explicaros lo que supuso para mí encontrarlo. Suena cursi, pero me «rescató». Así es como lo siento. Hay personas que son «héroes sin capa», que se dedican a «rescatar» a personas. Y no hablo de damiselas en apuros o princesas en castillos, hablo de personas que han construido sus propios baches mentales. Sí, los malos momentos no son más que construcciones, las creamos nosotros, somos obreros de nuestros miedos, arquitectos de nuestra mente y no siempre los mejores. Sufridores natos. Tenemos tanto que aprender.

Siempre he creído en los esquemas programados y en los «debes». «Debes cerrarte a esto para conseguir aquello», «debes seguir este camino, te llevará al éxito», «debes seguir estos pasos para convertirte en quién quieres ser» y procuraba no desvincularme de mis principios, aquellos que yo creía que eran los inamoviblemente correctos. Pero llegan las personas «huracanes», me gusta denominarlas así. Personas que arrasan tus creencias, las transforman de tal manera que las hacen en cierta manera, suyas. Y con esto no he podido definir mejor a Andrés, creo que no son necesarias más palabras.

Andrés trabajaba como celador del Hospital Psiquiátrico en el que yo estaba ingresada. Y me salvó. No hay mayor cura para un ser humano que otro ser humano. Permítanme poner aún más énfasis en esta frase cuando se trata de las enfermedades mentales. Cuando no tienes nada que perder, cuando crees que ya está todo perdido, te encuentras ante la etapa más maravillosa para conocer a alguien sin juzgarlo, sin miedos, sin estereotipos. Y si algo tuviera que sacar en positivo de mi enfermedad, fue que «tocar fondo» me hizo ver a las personas desde el alma. Y creo que a día de hoy no conozco sensación más bonita que ver la vida sin miedo ni estereotipos. Me di cuenta de todo el daño que me había estado causando, de todo lo que me estaba perdiendo. Siento predilección por una frase de Carl Gustav Jung que dice así, «Conozca todas las teorías, domine todas las técnicas, pero al tocar un alma humana, sea apenas otra alma humana». Y eso hice, «humanizar» a cada persona que conocía. Cuando «humanizas» a una persona resulta temerosamente fácil enamorarte de ella.

Y es que mi barrera contra los enamoramientos era justo lo contrario «deshumanizar». Qué vacío es el mundo de lo superficial cuando lo ves desde fuera. Cuando ya has entrado en la «Sala de Despiece» de mentes.

Andrés y yo nos enamoramos, estuvimos dos años saliendo como novios y recién cumplido el tercer año de nuestra relación nos casamos. Desde el día uno en el que empecé a salir con Andrés, adquirí todos los compromisos que suponen una relación de pareja. Y benditos compromisos. Siempre he creído que los humanos no estamos del todo preparados para la monogamia, que nuestra parte animal impera sobre la racional, y eso nos hace querer ser aprobados y deseados por diferentes personas a lo largo de nuestra vida. Siempre pensé que cuando el «amor romántico» se acaba y se abre paso a la cruel rutina, todo rechazo de cualquier contacto sexual o amoroso con personas que nos atraen, para evitar tentaciones e infidelidades, sería traducido en una enorme frustración. Y hay que huir de las frustraciones.

Pero os puedo asegurar que el amor barre defectos, y nubla, incluso elimina, a los candidatos que años atrás podías considerar como aquellos potencialmente perfectos para pasar por tu cama. Es como hacer una fotografía en la que desenfocas el fondo para así aumentar la sensación de nitidez del objeto protagonista. Ese era Andrés, el protagonista de mis días.

Respecto al transcurso de mi enfermedad, puedo decir de manera agradecida que he podido y puedo disfrutar de una vida plena, controlada con neurolépticos, pero feliz. Pude realizar mi carrera de Periodismo, de lo que actualmente vivo y fuimos hace un año padres de una preciosa niña llamada Valentina.

Llegados a este punto os estaréis preguntando qué pasó entre nosotros. Pues bien, llegó la hora de hablaros de mi corta vida después de Andrés. No seré explícita en los acontecimientos, creo que es más interesante dejar un final abierto a gusto del consumidor, mis queridos devoradores de palabras. ¿Preparados? Ahí va mi reflexión.

El amor es una balanza. Pero al igual que cualquier cuerpo humano no es simétricamente perfecto, la pareja tampoco lo es. Por mucho que nos mimeticemos, que creemos hábitos semejantes o incluso que nos vistamos «a conjunto», jamás compensaremos la balanza, siempre se inclinará hacia un lado, unas veces hacia uno y otras, hacia otro. Esto puede variar. Es más, debe variar. Sin variaciones la vida no tendría sentido, sería aburrida. Nunca fui muy amiga de la monotonía.

Siguiendo con la balanza, cuando una de las dos partes empieza a «perder» sentimientos, va a su vez perdiendo peso, hasta que queda completamente arriba al no pesar nada. Sólo os diré que desde abajo no se aprecian demasiado bien las vistas. Eso es dará una clara pista de mi situación. Si os dan la oportunidad, elegid siempre los pisos más altos del hotel, si es posible con vistas al mar, apreciaréis la diferencia a mejor. Como decía Andrés «no hay color».

«Siempre hacia arriba», ese es mi lema. Pero sin la ayuda adecuada es difícil ascender. Sólo saliendo de esa balanza lograrás salir a flote. Iba a decir que otra opción es cambiar de balanza, pero no, no creo que sea lo más adecuado. Creo firmemente en los tiempos entre balanza y balanza, o, lo que es lo mismo, guardar un poco de «luto» a las relaciones.

Finalmente haré alusión a la preparación mental que nos debe acompañar siempre en cualquier tipo de relación, ya sea amorosa, de amistad, laboral o de cualquier otro tipo. Desde el minuto uno tenemos que estar inmensamente preparados para la ruptura. Saquen el final que menos duela.

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