Una muerte anunciada, pero no por G. García Márquez

Una muerte anunciada, pero no por G. García Márquez

Qué es la curiosidad, sino un antídoto contra la vejez.

Con esa actitud curiosa tan característica del científico, tan solo limitada por la condición humana, se describía Margarita. «Para estar en noviembre hace demasiado frío», protestó.

Luego, se rindió a su rutina mañanera: enchufó la tostadora y preparó café con la Bialetti de siempre, no con la farsa esta de las cápsulas que «simulan el sabor del café igual que un cirujano simula determinación en quirófano», solía repetir ella casi a diario. Fue a lavarse y dejó la puerta del baño entreabierta para inhalar el frescor matutino, volvió a la cocina cuando la máquina voceaba su glu, glu, glu y puso tres mantelitos individuales: uno para mí, otro para ella y otro para el aceite y la sal; se colocó el iPad delante mientras se prepara para devorar algún artículo sobre neurocirugía mientras en la televisión se oía como banda sonora las noticias de las ocho. Yo encendí el portátil y acallé mi confusión escribiendo, como siempre. Padezco de cobardía crónica autodiagnosticada. Esta era nuestra rutina.

Margarita sabía muchas cosas, aunque le producía más placer pensar en lo que desconocía y cómo aprenderlo, pero no sabía que, en poco tiempo, dejaría de ser neurocirujana. De hecho, dejaría de ser. Así, sin más. Qué curioso, ¿verdad?

Mi nombre poco importa aquí, no así la razón de intentar acercarme al porqué como posible dosis necesaria de autojustificación. Me casé con Margarita en diciembre del 93, después de compartir tardes y tardes en la biblioteca del barrio. Ella, almacenando conocimientos que alternaban la medicina con la política o la cocina con la filosofía presocrática. Yo, dejando pasar las horas contemplándola, aunque de vez en cuando también estudiaba algo, no tanto por curiosidad como por necesidad de integración en el medio en que me encontraba.

Tengo un don, no lo pedí, no lo busqué ni lo cultivé, pero lo tengo como el que tiene pecas o voz de tenor. Puedo leer el porvenir de las personas. Es como una intuición fiable avalada por los años. Me habrá pasado una veintena de veces en los cincuenta y cinco años que cargo, pero ni un error, ni uno solo, así que lo supe, y lo supe con certeza y con meses de antelación: Margarita pronto se iría de este mundo. Sí, moriría. El cómo, ni idea, pero más pronto que tarde solo quedaríamos el aceite, la sal y yo.

Tuve que tomar la decisión más importante de mi vida y, por eso, ella no supo nada, porque su vida era apasionante, ella la hacía así y, de haberlo sabido, habría dejado de curiosear abrumada por la preocupación y anegada en llanto de un mal inevitable. Entonces, habría envejecido, de un día para otro y de forma prematura.

Soy culpable, lo reconozco, quizá no de manera legal, pero así me siento y, como bálsamo, escribo. Escribo y confieso para mí porque no cometí ningún crimen. ¿Una premonición? Me habrían tachado de nigromante, chalado o, aún peor, asesino. Y todo por poseer un maldito «don». Por eso escribo, para liberarme de una culpa con la que no merezco contar. Escribo que Margarita nunca llegó a ejecutar aquella hemisferectomia que tanto le apasionaba y a la que tantos cafés y lecturas había dedicado, que nunca más debió preocuparse por otro noviembre frío, escribo por mí más que por ella, porque no quiero ser culpable. Y si lo soy, que sea de que su curiosidad haya prolongado su juventud hasta ocultarle su muerte.

Pero hay una cosa que me quita el sueño, que me juzga al pasar delante de un espejo o cualquier otro elemento que refleje mi figura, que me asemeja al cómplice de asesinato y a la bruja o al gato que predicen muertes ajenas: ahora mantengo una ambigua relación con la culpabilidad, una relación que me consume. No sé si solo supe que moriría o supe que moriría nada más y nada menos. Pero de una forma u otra y, obviando mi intención de no hacerle daño, callé.

Mi vida siempre fue monótona y aburrida hasta llegar a lo soporífero, aburrida y solitaria; la soledad, lastre y savia del escritor, gestador de locura, de juicio, de productividad mental no siempre asumible por una sociedad más de improvisación que de partitura y ensayo. Es ahora, en este mismo momento y un año después de su muerte, cuando la curiosidad, esa actitud personificada en Margarita como la Libertad en el cuadro de Delacroix, quiere darme las respuestas. La vida no suele dar oportunidades, así que, al parecer, mi oportunidad de sobrevivir en soledad la diseñé yo mismo a partir del legado que me dejo Margarita: la curiosidad.

El día que predije el infortunio, algo dentro de mí, que ya debía estar quebrado, cascó. «Elipsis existencial», lo llaman comúnmente los psiquiatras. Ocurre por diferentes motivos pero, en resumidas cuentas, se trata de un período de amnesia diseñada por el propio cerebro ante su incapacidad de procesar ciertos acontecimientos. En fin, me sobrecogió la idea de no tenerla más hasta tal punto de querer descubrir cómo sería mi vida sin ella antes de que llegara el momento de su muerte. Recuerdo una invasión mental, una película en la que solo había un protagonista: yo; y varios secundarios: el aceite y la sal, la televisión, el periódico o las fotos; el único con vida, yo. Así que cogí el coche y simplemente conduje. El dónde y el cuánto, que tampoco importan en este relato, solo los conocí cuando la guardia civil, con mi ayuda y la del psiquiatra de oficio, logró desandar mis pasos.

Conduje hasta un pueblecito y me hospedé en un hotel rural a sabiendas que allí sería más fácil escabullirse de la identificación personal. Pasé cuatro días refiriéndome a mí mismo como «doctor Pozas» (nombre y título que para nada corresponden a mi persona). Me presenté a los huéspedes como catedrático en literaturas modernas, viudo, curioso y amante de la naturaleza, y nada recordé de mi antigua identidad durante ese tiempo. La razón por la que volví a casa tampoco la recuerdo, aunque supongo que estará relacionada con esos períodos efímeros de lucidez que caracterizan al loco. Margarita, al no poder comunicarse conmigo había puesto una denuncia por desaparición, y hacía 72 horas que la guardia civil me buscaba, con más empeño que esperanza.

Nunca quise hacerle daño, pero preví su muerte sin estar preparado para las consecuencias, para la vida «después de»… Siempre he sido perfeccionista, impaciente y molestamente sincero, así que supongo que no tuve esa paciencia para esperar su partida y empezar una vida solo. Me invadió su curiosidad, que me incitó, como un helado de chocolate a un niño, a experimentar, a probar cómo sabía la vida sin ella.

En ocasiones la mente nos confunde, de hecho me ha ocurrido unas cuantas veces despertarme sudando porque andaba desnudo por la calle. Sin embargo, otras veces forzamos su confusión. Estuve loco sin perder el juicio. El problema es que había perdido todo menos eso, menos el juicio, así que la curiosidad fue mi purgatorio; me llevó utilizar la fantasía para redescubrirme desde fuera; me salvó. La curiosidad fue expectorante de agonía existencial. Muchos escritores afirmaron y afirman que la vida es arte, que son dos caras de la misma moneda. Así es. Legitimar el arte como vida y permitir la locura fue mi mejor obra, como persona. Como escritor.

Ahora me culpo y exculpo de manera intermitente y desordenada porque no logro perdonarme; porque no sé quién soy sin ella; porque no usé mi «don» para avisarla. Pero soy feliz porque soy curioso, porque la monotonía ha dejado de ser, como Margarita. Aquí estamos todos otra mañana más noviembre, no tan fría como la del año pasado pero prometedora. Mi mantel, el suyo como símbolo de inspiración,el del aceite y la sal, la Bialetti dando la nota, la curiosidad y yo; recomponiendo la historia de una muerte anunciada…

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