El amor también sabe estar solo

El amor también sabe estar solo

Borja Estengre

28/04/2017

I. Unas notas en el piano, el frío de la pared penetrando el cogote, la soledad como único aliado.

-He soñado que me despierto.

El alma es fértil siempre y cuando uno la entienda. Eso fue lo que sintió Mauricio, un joven latino sin rumbo fijo pero estable.

-He soñado que me despierto y comprendo lo que es el amor, la eterna estima, la paz absoluta.

Sentado frente al piano tecleaba una breve historia que narraba un largo y agradable paseo, envuelto de brisa blanca, humedad profunda y marea cantarina. A su lado una cama, una mujer y un hombre, en pijama, con el rostro completamente relajado; escuchando el tiempo y el espacio que susurraba el piano.

-El amor también sabe estar solo.

Mauricio sentía cómo su alma ascendía hasta el punto más alto de sus hombros e invadía su espalda de un cosquilleo agradable. Pensaba en aquel hombre y en aquella mujer, en la cama, en el paseo y en el amor. Esa comunión de sentimientos, aunados en su cabeza, bailaban al son que cantaba la marea su soledad. La belleza de aquella situación le hizo sentirse en casa, aunque solo llevase unos pocos días allí.

Casi no se dio cuenta de que había terminado la pieza. El silencio le hizo recobrar la noción del presente temporal. Roto el vacío, sintió la gravedad desplomarse en aquellos hombros ensalzados por un alma ahora desaparecida. El hombre y la mujer le dedicaron una sonrisa de gratitud, como si aquella sinceridad melódica les hubiese aliviado una dolencia permanente, que uno no sabe que la tiene hasta que la encuentra a faltar. Por detrás apareció otro hombre de corazón transparente. Sujetaba una guitarra y le pidió que enseñase a los demás una pieza que Mauricio le tocó la noche anterior; una que habla sobre la eternidad del alma si es recordada. No había sonado el primer acorde que el hombre y la mujer ya estaban otra vez en posición de confort absoluto, como si adivinasen un futuro psicológico reconfortante, un calmante falto de realismo.

-El amor también sabe estar solo siempre y cuando uno sea consciente de su existencia.

El hombre, larguirucho, yacía sentado en la silla de detrás del piano. Observaba la situación como un padre que controla el bienestar de su familia. La voz de Mauricio rompía el silencio con una calidez contrapuesta a la melodía invernal anterior. La canción, por eso, precipitaba con la misma profundidad que cantaba la marea. El hombre y la mujer reposaban en un colchón de notas infinito. El cantautor procuraba no romper la armonía con una voz suave y algo rota. El hombre sentado en la silla no se sabe muy bien qué hacía, lo único que Mauricio intuía era su acompasada satisfacción por presenciar lo que parecía una declaración de lo mejor que existe en el ser humano.

-Me siento querido y siento que quiero, sin depender de ello.

A pesar de estar solo en aquella urbe Mauricio se sentía bien acompañado. Justo cuando ya no le quedaban más palabras que cantar se dio cuenta, sin enterarse, de lo que acababa de vivir. Nunca antes había entendido la música de aquella manera. El lenguaje como instrumento del alma que arropa a las personas. Era la primera vez que no lo hacía por dinero o por demostrar su talento. Sin darse cuenta se vió inmerso en el hecho de hacer música para besar el reposo de un hombre y una mujer agradecidos por ser quien realmente era. Aquella sensación de bienestar interior sumió a Mauricio en una paz similar a la de los otros dos y una gratitud plenamente correspondida.

II. No le miraba pero le absorbía con su sola presencia. Se llamaba A.

-Si me dejo llevar no sé si lograré volver.

El rojo ardor de ese posible escenario ascendía por los adentros de Mauricio, deteniéndose en su pecho, ramificando rojas pasiones por todo su cuerpo. El silencio gritaba desesperadamente. Ambos lo contenían para preservar el bien común. A. cruzaba sus piernas y sus brazos en tensión máxima. No le miraba, como si se encontrase caminando por un abismo en el que si te desconcentras caes en el negro y fogoso océano de no haber mañana. Mauricio guardaba la compostura como si aquella situación se le pasase por alto, deseando que A. no se percatase de su falta de oxigeno, de su temor a desbocar su alma y lanzarla al vacío sin mediar palabra, sin raciocinio; con la certeza de que aquello se le descontrolaba. Las reglas del juego separaban estas dos almas, trapecistas ocultos, equilibristas sin equilibrio apenas.

-Si solo pudiese hacerlo una vez y dejarlo estar lo enterraría y moriría con el secreto.

La larga melena de A. impedía que Mauricio pudiese descifrar sus intenciones, mas lo sabía. Mauricio era consciente del magma que habitaba en las entrañas de A. Sensaciones contradictorias invadían su mente. Blanco y negro, furia y bondad; la inmensidad de todo lo que desprendía A. le confundía, abandonándolo en una secreta incertidumbre. Mientras observaba de reojo su contorno no dejaba de pensar en las cosas que haría si tuviesen 3 minutos a solas. Se imaginó a si mismo en un estado de embriaguez mental confuso. Entre ellos dos había una interacción sin palabras ni miradas; solo gestos, detalles invisibles.

-Existe. Cuanto menos lo entiendo, cuanto más me cuesta descifrarlo, más claro tengo que existe.

No se sabe bien qué es lo que habitaba en los deseos de A. Lo que estaba claro es que su estremecimiento y contingencia, que su fogosidad y descontrol de si misma era tan grande, que encogía su piel en la tensión evidente de que eran muchas las pasiones que escondía. Todo fuego, todo embestida, pura adrenalina. A. Vivía escondida en la belleza blanca que encaja en todas partes, pero su sangre era de un rojo intenso nunca antes visto en un ser humano. Su fachada era clásica, elegante, altiva; su fondo contenía un romanticismo puro y sublime. Era extraordinaria y él lo sabía.

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