Escondido en su altillo, a través de un tragaluz polvoriento, Augusto Pérez contó las casas que las patrullas no habían registrado todavía. Eran tres: la de la familia de los Gala, la del viejo Alessandro y la suya, que estaba siendo asaltada en ese instante, primero con un aporreamiento retórico, que no animaba a la respuesta, y luego con un pateo en acordeón. Pocos eran los que se habían atrevido a recibir la visita después del anuncio del presidente tras ganar la guerra civil: “Piedratenilo pagará su exceso de libertad con el peor castigo imaginable”. Y parecía cumplirse, porque Augusto había visto saltar las cerraduras de las trescientas puertas que había tirado abajo la Brigada del Orden. Aquella tarde era su turno. Se había agazapado bajo la ventana de su buhardilla y esperaba metido entre los trastos, cubierto con una sábana como si fuese un fardo protegido de las telarañas.

Los oyó entrar. Diez agentes avanzaron en tropel por su rellano. Enseguida terminaron la inspección en la planta baja, sin éxito, y Augusto tembló cuando subieron por la trampilla. En un destello de lucidez, pensó si había ocultado con oficio las joyas de la abuela, las medallas, el dinero en metálico y las cartas agnósticas que le enviaba su amigo Goti. Se dijo que sí, que ni Sherlock Holmes lo encontraría, pero desconfiaba de si había elegido un buen refugio para él mismo.

A pocos pasos, dos de la Brigada hablaron.

–Señor, ¿cómo se llama el que buscamos aquí?

–Pues ese es el problema, que tiene varios nombres. A Augusto Pérez se lo vincula con los perros Cipión y Berganza. Muy grave, ¿me entiende? Dele prioridad.

–Del italiano de enfrente, ni rastro. Anda en Japón con motivo de un viaje de negocios del sector textil. Hemos hallado seda en su habitación. No había mucho más de utilidad.

Augusto estuvo a punto de chillar que solo tenía un perro, que se llamaba Orfeo y que se lo había prestado a su vecino para que no emprendiera semejante travesía en solitario, aunque permaneció callado, reflexionando sobre lo que nadie había averiguado todavía. “¿Perros? ¿Seda? ¿Qué clase de majaras son estos?”. Uno de los policías se aproximó para husmear en el baúl. Al cabo de un rato, lo cerró.

– ¡Sargento, vámonos!

Cuando la patrulla se marchó, Augusto salió del escondrijo. Como el resto de los habitantes, se tiró de los pelos por la que habían montado, pero después de ese destrozo aún no tenía ni idea de qué diantres le había confiscado La Brigada.

La plaza pública fue un guirigay la mañana siguiente. Los unos les juraban a los otros que en su casa no faltaba ni una chincheta; los otros, que no les habían dejado ni el cubo de la fregona. Augusto ataba cabos. A todos preguntaba acerca de cómo andaban sus mascotas o de si conservaban todas sus prendas. Pero ningún animal, fuese perro, pez, gato o hámster, había sufrido un rapto silencioso. Ni tampoco los visones, convertidos en piel, ni el lino, ni la organza, ni ningún otro tejido de alta alcurnia. Con ese revuelo, nadie reparó en que ya se había encendido la hoguera al otro lado del río, junto a la atalaya donde Piedratenilo celebraba la Noche de San Juan.

Fue el olor de la chamusquina el que los alertó. Enseguida bajaron en rebaño por los caminos y cruzaron el puente hasta la otra orilla. Conforme fueron llegando, el vocerío se aplacó y los rezagados acudieron en procesión fúnebre. Solo se oía crepitar al fuego. Diez agentes hacían de pregoneros por detrás del alcalde. Por primera vez no hubo discurso, solo una cita conclusiva de la máxima autoridad allí presente.

“No hace falta ninguna explicación. Las mejores historias son mudas”.

La Brigada rompió filas para abrir paso al camión y a su remolque. En cuanto los habitantes de Piedratenilo comprobaron lo que se pretendía calcinar, se desgañitaron con alaridos y sofocos. La confusión sembró el caos cuando comenzaron a tirar a los condenados, que avivaron la fogata. Los habían desnudado, despellejado y, aun así, el gentío era capaz de reconocerlos a todos, como si supieran de memoria cada una de sus marcas.

– ¡Fausto¡ ¡Mi amado fausto! ¡Mi Faustinito! ¿Cómo no ibas a estar tú entre ellos, que te vendiste al diablo?

– ¿Y Alicia? Si solo se iba unos ratitos de casa para jugar al ajedrez. La pobre, tan inocentona siempre.

– ¡Ay, Miguel! Que esa es tu tía. ¡Camilo! ¡Camilo! ¡También tienen al Pascual! Con lo que yo lo quería y lo que había sufrido ese hombre.

Entre la muchedumbre, Augusto Pérez conservaba la entereza. Había tenido trato con la mayoría de los procesados, pero con ninguno tanto como para sentirlo en las entrañas. Hizo un barrido rápido para ver qué encontraba en la quema y dio con Max y Harry, los chicos de Hermann; luego, con Tom y Oliver. Creyó que no habría nadie cercano hasta que, de repente, los vio. No supo si el corazón le amagaba su tercer patatús o si le daba la vencida por fin, porque Augusto se acordó entonces de que Orfeo no era su único animal de compañía, sino que estaba a cargo de dos chuchos que respondían al nombre de Cipión y Berganza. Y aparecían ahora, en último lugar para ser ejecutados.

El achaque fue más que revelador. Eso era un infarto como la copa de un pino y a Augusto Pérez todo se le hizo niebla. Se estaba cayendo, muriendo sin remedio alguno mientras lanzaban el ejemplar junto a los abrasados. Antes de tocar el suelo, disculpó a los agentes por no haberlo llamado por su título original, que era una parrafada monstruosa. Aunque de haber comprendido lo que buscaban, habría hecho lo indecible por impedirles el exterminio del relato de Cipión y Berganza, conocido vulgarmente por El coloquio de los Perros, novela publicada en 1613 y escrita por don Miguel de Cervantes Saavedra. De buena tinta lo sabía porque era, sin duda alguna, su libro favorito.

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