Doblé a conciencia la ropa, con mimo y cuidado. Primero la camiseta, luego los pantalones. La guardé en ese armario vacío que tantas cosas habría guardado antes. Había perchas, muchas perchas. Eran nueve exactamente, ¿habrían fallecido nueve personas en esa habitación?¿Sería yo la décima? ¿Cómo sabría el siguiente huésped que habían sido diez y no nueve? Tendría que haber llevado percha. Cerré el armario con llave, como si esos pantalones viejos fueran lo más preciado que tenía, como si a alguien le interesara robar unos vaqueros desgastados. Sabía que al fin y al cabo eran mi billete de vuelta. Era irónico que lo que marcara el comienzo o el fin de mi enfermedad fuera llevar un camisón feo, irritante y que apenas tapaba mi cuerpo, a llevar aquellos pantalones que con tanto cariño custodiaba.
Miré a mi alrededor. Mucha gente hubiera querido la habitación individual. Yo, en cambio, siempre preferí las dobles. La relación que se establecía con un compañero de hospital era una relación única y para siempre. No me había abrochado el camisón cuando entró el séquito de médicos: el adjunto, el residente y el de prácticas. Me dieron la bienvenida tan euforicamente que por un momento creí estar en una suite de un hotel de las Bahamas. Serví de conejillo de indias al alumno de prácticas que me auscultaba con una expresión mezcla de emoción y miedo. El residente le observaba con mirada firme. Y el adjunto, con sonrisa ensayada, me contaba el procedimiento que seguiríamos para combatir el tumor. Mientras me hablaba de quimios, medicamentos y radios, yo me dediqué a imaginar una batalla medieval entre células cancerosas y células sanas. Me pareció divertido y al parecer mi sonrisa dejó confusos a los tres médicos que salieron en fila y ordenados. Sin darse cuenta y sin preguntar apagaron la luz de la habitación. Me recordó a cuando sales del baño y apagas la luz automáticamente, no necesitas pensarlo, simplemente la acción de salir del baño implica apagar la luz. Pues bien, me sentí como si fuera el retrete de aquellos médicos.
Ese fue el primer día, pero las dos semanas siguientes siguieron igual. Por la mañana me despertaban unas amables y otras no tan amables enfermeras, a medio día pasaba el séquito de médicos y me preguntaban que como estaba, ¿no debía de hacerles yo esa misma pregunta? Todo era un poco confuso. Me pasaba el día suero arriba, suero abajo. Quimio arriba, quimio abajo. Y digo arriba y abajo por todos aquellos viajes que me pegaban los celadores cuando tenía que ir a la sala de quimio. Por suerte mi habitación estaba muy lejos de ese lugar y eso me permitió conocer casi toda la estructura del hospital. Justo en el momento en el que los vaqueros empezaron a coger polvo, la sonrisa se me fue disipando. Las visitas me animaban y me hacían olvidar un poco todo, pero tan rápido como llegaban se iban. Se iban a seguir con sus compromisos de la vida normal. Esas donde el tiempo libre falta. Yo, en cambio, tenía suficiente como para regalarlo. Y digo tiempo libre, porque tiempo en general, me temía que no me quedara mucho. Como la tele era para enfermos ricos,me dediqué al ocio de los pobres, a leer. Me leí más libros y revistas durante esas dos semanas que en los dos últimos meses fuera del hospital. A veces, las enfermeras me traían revistas que por sus hojas arrugadas, al parecer, ya se habían leído todas las enfermeras del control, de la planta y del hospital me atrevería a decir.
Había adelgazado 6 kilos y cada vez me sentía más cansado. Necesitaba muchas horas de sueño y ya apenas tenía apetito. Me había acostumbrado a ir enseñando el culo con aquel camisón. El armario no se había vuelto a abrir desde que deje allí aparcada mi ropa. Un día pensé en vestirme con ella, no por echarla de menos, simplemente para que cada vez que saliera al pasillo la gente no me mirara con cara de pena. Simplemente para ser una persona más y no un número de historia más. Al final, ese día me quedé vomitando en mi habitación y no pude salir a dar el paseo de camuflaje.
– Tengo una mala noticia- Escuché decir a alguien.
“Me muero” fue lo primero que pensé. Abrí los ojos cuidadosamente porque la luz que entraba por la ventana me molestaba bastante. La enfermera, apoyada en la cama, me miraba con cara de preocupación.
-Te vas a tener que trasladar a una habitación doble- dijo.
Y el solo hecho de tener compañía me animó, la luz me molestó un poquito menos. Así que esa mañana me la pase imaginando como sería mi acompañante. Que cara tendría. Que edad. Si sería agradable o gruñón. Si tendría muchas historias que contar o muchos silencios que compartir. Si tendría una enfermedad grave, una pasajera o una de esas que de lo grave que son terminan siendo pasajeras.
Cuando entre en la habitación 32.11 tan solo llevaba en mis manos la ropa tan preciada del primer día, al fin había tenido una escusa para abrir el dichoso armario. La cortina estaba corrida y como había supuesto me tocaba ocupar la cama alejada de la ventana y, eso, no me gustaba. Los celadores acomodaron todo el nuevo mobiliario y una vez que se fueron apoye con cuidado mi mercancía sobre la mesilla.
-Hi- escuché. Me asomé apartando la cortina, pero él no se giró hacia mí. Sonreía, se llamaba Henry, y era inglés y ciego. Agradecí haber estudiado inglés en mis años de universidad. Resulta que fue agradable y pasamos la tarde charlando sobre quienes eramos y que hacíamos allí.
No recuerdo cuantos días pasamos hablando sobre la gente, lo que pensábamos, la vida y la muerte. Simplemente se que conectamos, se que nos entendíamos. Le conté mi teoría sobre las perchas, que me encantaba pasear y que amaba escuchar a la gente. Me contó que era ciego de nacimiento, que veía simplemente sombras oscuras y nada definidas. Que se imaginaba lo que para él eran los colores. Que tenía el tacto, el oído y el gusto hiperdesarrollados. Y que había viajado por casi todo el mundo, que conocía los aromas y los sonidos de cada ciudad. Que París olía a rosas, que Roma a incienso, Amsterdam a porros y que Nueva Delhi a especias.
Pero el tumor no remitía, me subieron las dosis de la quimio y con ellos se cargaron lo que me quedaba de alegría, de energía. Ya no me levantaba de la cama, ya no comía, ya no hablaba. Pero Henry seguía ahí, incansable, picando a la vida y sobretodo a la muerte. Y me contaba anécdotas de sus viajes, y se reía de lo irónico del mundo, y tenía la habilidad para, sin quejarse, demostrarme todo lo que le hubiera gustado ver. Y un día me dijo:
-Have you ever seen the rain?- Y me habló sobre la lluvia, sobre como la sentía, sobre su humedad, sobre los tipos de lluvia. Me dijo que la lluvia lo limpiaba todo, incluido a las personas. Que cuando llovía no había que tener miedo. Que cuando llovía el mundo era un poco más feliz. Porque cuando llovía las nuevas plantas germinaban. Pasó horas hablando de la lluvia. Yo le escuchaba y él lo sabía. Nos dormimos antes de que anocheciera.
Eran las 3 de la mañana y las gotas chocaban agresivas contra la ventana.
Y supe que él se despertaba. Y supe que yo me dormía para siempre.
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