Salgo de guardia… 24h sin parar, en una locura de espacios multiplicados, donde antes cabían 30 pacientes ahora hay cerca de 150. Salas de espera convertidas en hileras de sillones, en un bosque de palos de suero y arterias que caen del techo llevando a cada dos sillones el oxígeno multiplicado que viene de las áreas de quirófano. Y entre los arboles, ese ejército de elfos con mascarillas, gorros verdes y guantes que también se multiplican para llegar a todos. Y el ruido, y los olores, y las lágrimas contenidas, y las miradas que salen de dentro llegando donde las palabras no pueden. Porque no hay palabras.
Y llego al centro comercial, porque entre turnos y guardias mi nevera tirita, como mi alma. Y encuentro una ciudad desierta, de calles con el cierre echado y escaparates donde grandes carteles prometen la mejor manera de decirle a tu padre que le quieres, en ese que hemos acordado que sea su día. Y en realidad ese día pasó hace más de una semana. Y de repente me encuentro sumergida en aquellos relatos que atormentaban mis noches adolescentes, en los que aparecían barcos que salían del triangulo de las bermudas con la mesa puesta y el almuerzo a medias. Como si algo hubiera hecho desaparecer a sus comensales sin darles tiempo ni siquiera a enterarse. Y así me encuentro, como si algo nos hubiera sacado de nuestra vida sin darnos casi ni cuenta. Chupando un palo sentada en una calabaza como dijera hace años Serrat.
Y la adrenalina de las ultimas horas se agota de golpe en mi cuerpo. Y de repente las piernas no responden, los brazos me pesan, los párpados quieren cerrarse para poder volver a despertar sacudiéndome entre las sábanas esta pesadilla. Y me acuerdo de que en realidad no necesito nada, me doy la vuelta despidiéndome con la mirada de los ojos que asoman por encima de la mascarilla de la cajera que me espera. No necesito nada… solo un abrazo de mis hijos que me devuelva quién soy en realidad.
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