No sé si era necesaria la bocina, quizás sí, hay muchos despreocupados en la calle que olvidan a qué hora comienza el toque de queda. Más de seis cientos detenidos en el primer día, un número similar al día siguiente. Poco a poco el número de detenidos se reduce conforme el número de infectados aumenta. A las 16 horas suena esa estridente bocina que no tengo idea dónde se encuentra, lo único que hay que saber es que a esa hora todos debemos estar encerrados, si no queremos pasar un mes en una carceleta o pagar una cuantiosa multa.
Suena la bocina, señal de que los chontes están cerca, señal de que hay que estar en casa. Se oyen pasos apresurados en una esquina, resuena el característico tronar de chanclas antes del retumbe de las puertas metálicas de las casas. Al sonar la bocina que parece trompeta de juicio, las personas huyen como cucarachas buscando un escondite.
Nunca he cometido un delito, pero ahora estoy corriendo como un criminal, huyendo de la ley, en efecto, parece que soy un criminal huyendo de la ley. El bocinazo me encontró afuera, la patrulla de la jura se acerca por una esquina, huyo como delincuente, como marero, como carterista de esos que abundan en la 18 calle. Puede más el miedo que el cansancio. Ya sonó la bocina, ahora suenan las sirenas que me persiguen, no quiero voltear a ver, me tiro a la carretera, igual no hay carros transitando, me paso al carril contrario y llego a unos arbustos, allí me oculto y allí me encuentran, me insultan y colocan los grilletes brillantes que contrastan con mis manos manchadas de betún. Decomisan un rosario, un frijolito y quince quetzales.
Ahora me voy enchachado en la palangana del Pick-Up de la policía, con los antecedentes policíacos manchados. Me va a tocar dormir entre pandilleros todo el mes, no porque no comprenda la gravedad de la pandemia y la importancia de la cuarentena, mas bien porque no ajusté para pagar un cuarto donde quedarme esta noche.
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