Por causa de un virus altamente peligroso y sumamente contagioso que se esparció silencioso por toda la ciudad, Graciela se encontró un día encerrada de repente con gente que no conocía. Lo único que tenía claro era que había entrado a su departamento que de pronto se convirtió, como en los cuentos de princesas, en una prisión, con paredes de colores pastel que hacía tiempo no miraba. Hasta ese momento su vida deambulaba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, Algún tiempo sobrante; un encuentro con amigas. -¿Cuando fue que se llenó de ventanas, la sonrisa, de su pequeña hijita?- Todo era nuevo. Empezaron las llamadas, a un teléfono que nunca sonaba y su hija adolescente, llena de nervios atendía, a ese novio escondido, que llegaba hasta la esquina. Su pensamiento confundido, cada vez más enredado, guió su vista hacia un hombre que era apuesto y bien conservado; la miraba con dulzura, tal vez pensando lo que les hicieron perder, los años que pasaron. Ella continuó pensando en todo lo que no conocía de sus hijas y su esposo porque le dedicaba todo el tiempo a las tareas de la oficina. Se dio cuenta que había repartido su hogar entre la niñera unos días y otros con la abuela. Quiso recopilar en el encierro, todo lo que pudiera de esos desconocidos, que eran su familia. Juntos rieron, lloraron, festejaron, se quejaron, inventaron juegos improvisados, demostraron sus talentos, bailaron, cantaron y descubrieron, unos de otros, secretos que nadie sabía. Así fueron pasando las semanas, perdieron por un rato, lo que afuera sucedía pero recuperaron el calor y la unión de la familia.

Graciela sabe que este mal momento y sufrimiento de ver que algo invisible que cause tanto daño pasará, pero lo que nunca más olvidará, es la lección que le dejó… ahora que conoce a su familia.

Roxana

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