La brisa corría por el sendero de la villa. Las mujeres iban presurosas. Las lágrimas bajaban por el rostro de otros tantos que temían ser infectados. Las bocas tapadas, las manos cubiertas, los pies calzados y de algunos la conciencia vacía.

El almacén abrió sus puertas a las 10.00 de la mañana. Ellos rondaban en la distancia y supervisaban cada movimiento de los vendedores que se ajustaban en las líneas de su espacio a la labor cotidiana.

La mujer hizo un guiño taciturno. Ellos salieron de su escondrijo y como buitres se dirigieron al almacén y se apoderaron de las cosas, los juguetes y alimentos, de zapatos y de papel de baño que como escarpados anaqueles eran llevados con animosa necesidad.

Un sabio vigilante del lugar con deje armónico solo lanzó ese: preparen, apunten, disparen.

La policía llegó con esas sirenas ruidosas que acobardaban a todos incluso a los que caminaban desprevenidos por el lugar.

Los ladrones corrieron y trataron de dispersarse pero quedaron atónitos ante ese juego de palabras que promulgara el sabio vigilante que con esa sabiduría trataba de interceptarlos.

Se rieron tan fuerte que cayeron por el piso y con ellos las cosas que antes habían hurtado. La policía intrigada trataba de comprender lo sucedido, antes de aprehenderlos. El anciano vigilante que no vislumbraba lo que pasaba, solo trataba de escuchar en la distancia y ver su labor cumplida. Sus ojos habían sido perdidos en la guerra. Desde entonces ciego, solo escuchaba y repetía las mismas fórmulas de guerra.

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